Especialista en Farmacia de Hospital
Doctor en Farmacia
Master en Medicina Humanitaria
Jefe de unidad del Centro Dr. Esquerdo para Enfermos Mentales
En lo que sigue he tratado de
plasmar mi pensar tras más de 30 años trabajando con enfermos mentales, muy de
cerca, preocupándome de manera especial por el uso racional de los
psicofármacos. He tratado de ser ecuánime, pero desde luego he sido muy honesto
conmigo mismo y mi visión del problema. Mi pretensión es reflexionar en voz
alta.
¿Medicamentos para
desequilibrios químicos del cerebro?
Cuando hablamos de medicamentos
en psiquiatría, nos referimos a los que utilizan los psiquiatras y otros médicos
para tratar conjuntos de problemas, que consideran formas alteradas de pensar, sentir, expresar, actuar o relacionarse. Los
trastornos mentales se definen mediante los criterios diagnósticos que se compilan
en textos como las sucesivas ediciones del Manual de Diagnóstico y Estadística
de la Asociación Americana de Psiquiatría (Asociación
Psiquiátrica Americana, 2002), o de la Clasificación Internacional de
Enfermedades de la Organización Mundial de la Salud (Organización Mundial de la Salud, 1992). En los capítulos de
terapia farmacológica en manuales de psiquiatría (Sociedad Española de Psiquiatría, 2009), (Palomo, 2009) encontramos los
siguientes grupos de fármacos: antipsicóticos, antidepresivos, ansiolíticos e
hipnóticos, litio y eutimizantes, medicamentos para el trastorno de
hiperactividad por déficit de atención, para la demencia y fármacos para el
tratamiento del abuso de sustancias. Las denominaciones “antipsicótico” y
“antidepresivas” llevan implícita la idea que los fármacos ejercen una acción
específica contra determinados grupos de trastornos mentales. La asociación de los
efectos clínicos observados con estos medicamentos con las acciones
farmacológicas que ejercían sobre los neurotransmisores, generó el concepto
central en la psiquiatría biologicista, que la causa de los trastornos mentales
es “lo contrario del efecto que ejercen los fármacos”. El uso de medicamentos en
psiquiatría se basa en su acción específica sobre los procesos neuroquímicos
supuestamente alterados que causan los trastornos mentales y que pueden ser
diagnosticados si cumplen determinados criterios que los caracterizan (Moncrieff, 2013). Pero esto ha generado un
círculo vicioso de pensamiento, que se ha demostrado estéril para lograr una
comprensión de la naturaleza de los trastornos mentales y para logar
tratamientos realmente innovadores (Baldessarini,
2011).
El desequilibrio
químico que originan las enfermedades mentales no ha podido identificarse inequívocamente
y constituye solo una teoría no probada
(Moncrieff, 2008)
y las categorías diagnósticas que se supone que producen estos desequilibrios
realmente no son realidades objetivas sino meras convenciones (Mullins-Sweatt, 2012) (Burns, 2013) con notable carga ideológica (Jauregui, 2008), muchas de ellas
fabricadas con el propósito expreso de promover la venta de medicamentos (Moynihan, 2002) (Cosgrove, 2012).
La esquizofrenia
que es una de las entidades mayores en psiquiatría, es
la causa más común de psicosis y una de las causas más importantes de
discapacidad a largo plazo, altera las relaciones sociales y familiares, dando
lugar a importantes dificultades educativas y ocupacionales, con pérdida de
productividad, desempleo, enfermedad física y mortalidad prematura (Mueser, 2004). Se preconiza que tiene una
base biológica, consistente en una hiperfunción dopaminérgica. También se dice
que las personas que la padecen tienen una susceptibilidad particular de origen
genético. Sin embargo para su manifestación los factores biográficos y las
dificultades psicosociales aportan la mayor carga de riesgo, (van Os, 2009). Para
su tratamiento se considera imprescindible el uso de fármacos antipsicóticos a
largo plazo (San
Emeterio, 2003).
Además, los antipsicóticos son el único tipo de psicofármacos con los que el
principio de autonomía es violado y un juez puede condenar a recibirlo contra
la voluntad del sujeto. (Anónimo, 2014a).
El
descubrimiento de la clorpromazina es citado como el “año cero” de la
psicofarmacología moderna (López.-Muñoz, 2005). Poco después de la introducción de los neurolépticos en clínica se observó que
estos fármacos inhibían a la adenilatociclasa sensible a dopamina, y que actuaban como antagonistas
sobre los receptores de este neurotransmisor. Posteriormente se correlacionó su
potencia clínica con la afinidad por los receptores de dopamina
D2. Surgió la hipótesis dopaminérgica de
la esquizofrenia (Howes, 2009). Si los antidopaminérgicos
mejoran los síntomas de esquizofrenia, es posible que una hiperactividad de
este neurotransmisor esté implicada en su fisiopatología. Ya se conocía que las
anfetaminas incrementaban la liberación cerebral de dopamina, inducían estados
esquizofreniformes y podían agravar los estados esquizofrénicos preexistentes, y
estos estados pudieron tratarse con neurolépticos. Estudios “post mortem”
indicaban una sobreexpresión de receptores D2 en el cerebro de sujetos
esquizofrénicos, y posteriormente esto también se observó en estudios con
tomografía de emisión de positrones, en sujetos esquizofrénicos no expuestos a
antipsicóticos (Wong, 1986), pero
estos últimos no se mostraron consistentes (Andreasen,
1988) (Howes, 2012). La vía dopaminérgica nigroestriada parece estar asociada
al control motor, la vía mesolímbica al control de conductas complejas, y
sistema motivacional, mientras que la vía mesocortical se asocia con la función
cognitiva y la respuesta a las presiones y dificultades del entorno ambiental
que tradicionalmente se habían asociado con la esquizofrenia, la vía
tuberoinfundibular interviene en la regulación neuroendocrina.
Pero pronto aparecieron
grietas, una era la disociación temporal entre efectos terapéuticos y adversos. Otra procedía de la dificultad para correlacionar
la hiperactividad dopaminérgica con la psicopatología de la esquizofrenia,
entonces se postuló que la hiperactividad dopaminérgica subcortical explicaría
los síntomas positivos de la esquizofrenia, mientras que una hipoactividad
frontal explicaría los negativos. Los estudios “post mortem” que indicaban hiperactividad
dopaminérgica en la esquizofrenia no pueden descartar que esta sea una
consecuencia del uso de los neurolépticos (hipersensibilidad por denervación).
Estudios recientes de neuroimagen, con marcadores radiactivos, han mostrado que
el estado psicótico agudo en la esquizofrenia está asociado con un incremento
de la actividad dopaminérgica, incluso en estados previos a la aparición de la
psicosis (Howes, 2011). La
inespecificidad terapéutica de los antipsicóticos constituye una grieta
adicional, se emplean en agitaciones y estados de origen muy diversos. Una
nueva modificación de la hipótesis dopaminérgica convierte a este
neurotransmisor en la vía final común en el desarrollo de psicosis y otras
alteraciones cognitivo-conductuales (Howes,
2009), y la presenta como un juego de contrapesos entre la actividad de
diversos neurotrasmisores (glutamina, GABA, acetilcolina, serotonina, …) que al
desequilibrarse predisponen a la psicosis (Bauer,
2012). El sistema dopaminérgico parece funcionar como un interruptor
motivacional que responde a nuevas recompensas en el ambiente. (Healy, 1989) (Bressan,
2005). Se ha observado como la
exposición crónica a situación de desventaja, aislamiento o sobrepresión
psicosocial durante la infancia constituyen poderosos factores de incremento
del riesgo de padecer esquizofrenia. Aunque se
ha descrito varias anomalías biológicas asociadas con la esquizofrenia, como,
un agrandamiento anormal de los ventrículos cerebrales, alteraciones en el
sistema dopaminérgico, y otras, carecen de la sensibilidad, se encuentran solo
en el 30-40% de los sujetos afectados,
y de la especificidad, se encuentran
también en el 10-30% de los controles, como para ser de utilidad
diagnóstica (van Os, 2009). Muchas de
estas alteraciones, como la pérdida de masa cerebral en la esquizofrenia parece
estar fuertemente asociadas con la intensidad del tratamiento antipsicótico (Ho, 2011). Las anomalías en la anatomía
cerebral halladas en la esquizofrenia también se han encontrado aunque en grado moderado en personas con ultra elevado
riesgo de padecer psicosis (Carletti,
2012). Las situaciones de presión biológicas y/o psicosocial y el
aislamiento social en etapas clave del desarrollo que hacen vulnerable a la
persona, bien pudieran ser la causa (Krabbendam,
2014) más que la consecuencia de las alteraciones neuroquímicas y
neuroanatómicas observadas (Howes, 2009).
Los estados de expectativa son capaces de incrementar la actividad de dopamina (Lidstone, 2010).
Los psicofármacos serían un factor adicional de presión sobre los sistemas
homeostáticos (Seeman, 2011).
Los fármacos psiquiátricos
no actúan sobre el sustrato específico subyacente a los trastornos o síntomas
psiquiátricos (Moncrieff,
2013). Se han aprobado fármacos con hipotéticos mecanismos
de acción muy diversos para una misma patología (Offidani, 2013), y también se ha aprobado el uso de un mismo
fármaco para patologías con muy diversas hipotéticas fisiopatologías
subyacentes (Anónimo, 2014c). De
hecho los fármacos suelen ser prescritos en clínica de forma sintomática
independientemente del diagnóstico (Dean,
2011) (Mark, 2010).
El
trastorno mental - ¿consenso o concepto?
Mientras que hay una sólida evidencia de que el
antagonismo dopaminérgico es el modo de acción de los fármacos neurolépticos (Strange, 2001), los argumentos en favor
de la hipótesis dopaminérgica de la esquizofrenia son tautológicos (Healy, 1989). Como no se pueden
identificar marcadores biológicos en los trastornos mentales, los diagnósticos
se basan en las quejas y las conductas de los pacientes y su evolución temporal.
Esta información se compara con los criterios diagnósticos, establecidos por
consenso en comités de científicos clínicos expertos.
Los supuestos comités científicos de la Asociación
Americana de Psiquiatría, encargados de definir los criterios diagnósticos de
las enfermedades mentales, no son más que parte de la fuerza de ventas de la
industria farmacéutica, la parte encargada de crear o ampliar el mercado (Blench, 2005).
En una revisión se identificaron 13 ensayos clínicos para probar medicamentos
en alguno de los nuevos trastornos definidos en el DSM5, en ellos el 61% de los
miembros encargados de supervisar el DSM-5 en su conjunto, y el 27% de los individuos
encargados de revisar una categoría diagnóstica, informaron tener conflicto de intereses con el fabricante
del medicamento a ensayo. El 38% de los investigadores principales informaron
que habían recibido dinero del fabricante del medicamento por conceptos
distintos al de financiación del ensayo, y en el 23% eran también miembros del
panel de revisores con autoridad en el proceso de la toma de decisiones (Cosgrove, 2014). La industria farmacéutica
pone a su servicio, mediante pago, a “expertos
vendedores” para “crear la necesidad”
de sus medicamentos, en lugar de para “ofrecer” los medicamentos “necesarios”. El
dolor psíquico es instrumentalizado al servicio del negocio. Si el objetivo era fabricar
enfermedades para vender medicamentos, sin duda se trata de una estrategia exitosa.
La
esquizofrenia no es una entidad banal, causa una considerable carga de sufrimiento (Jablensky, 1992). No puede decirse que se trate de una “medicalización de procesos
vitales”, como pueden ser la “fobia social” o el “deseo sexual inhibido”.
Tampoco es una entidad psicopatológica de nueva creación, y aunque la forma
como la denominamos actualmente procede de finales del siglo XIX, sus
manifestaciones se han descrito desde la antigüedad. Peo sigue existiendo una incapacidad para definirla
satisfactoriamente. (Dieguez, 2005).
Ello da margen para la manipulación
de datos. Por ejemplo, la proporción de sujetos con esquizofrenia que mejoraban
en el periodo 1895-1955 fue del 35,4%, mientras que en el periodo 1956-1985 fue
48,5%. Esta mejoría se ha atribuido tradicionalmente al descubrimiento de la
clorpromazina, pero también coincidió con un cambio en los criterios diagnósticos
de la esquizofrenia, que se hicieron más laxos. Con la introducción de nuevo de
criterios más estrictos en los años 1970-80, se ha vuelto a una tasa de mejorías
del 36,4%, similar a la era preneuroléptica
(Hegarty, 1994).
¿Es la
salud mental un mercado suculento?
Las estadísticas sobre prescripción y ventas de medicamentos psiquiátricos muestran
un crecimiento que no cesa. En UK, el gasto en medicamentos
psiquiátricos creció a un ritmo del 4,9% anual entre 1998 y 2012, mientras que
el gasto en otros medicamentos de prescripción aumentó solo a un ritmo del 2,6%
anual para el mismo periodo (Ilyas, 2012). El consumo de antipsicóticos en España aumentó progresivamente de 1,51DDD/1000
habitantes-día en 1985 a
8,17 en 2006 (Simon,
2012). En la Comunidad
Valenciana – España, el número de prescripciones de antidepresivos con
cargo al sistema público de salud aumento un 81,2% entre 2000 y 2010 (Sempere, 2014). El 37,9% de usuarios de servicios de
atención primaria a la salud tomaban psicofármacos, con mayor probabilidad si
se era mujer, ama de casa, desempleado o se tenía bajo nivel educativo (Secades, 2003), son los grupos sociales
más desfavorecidos los que reciben más probablemente psicofármacos de
prescripción. En la provincia canadiense
de Saskatchewan la proporción de personas que tomaba al menos 1
psicofármaco fue del 7,44% en 1989, y aumento a 12,90% en 2006; también aumento
la proporción de personas que recibían de 8 a 11 prescripciones por año, y la
que recibía más de 12, a costa de la proporción que recibió menos de 3 prescripciones
anuales, indicando un aumento del uso continuo de psicofármacos (Meng, 2013). En Australia, entre los años 2000 y
2011 el consumo de fármacos psiquiátricos creció un 58,2%,
fundamentalmente debido al aumento en el uso de antidepresivos (95,5%),
antipsicóticos (217,7%) y medicamentos para el déficit de atención (72,9%) (Stephenson,
2013). En EEUU,
el gasto en medicamentos psiquiátricos fue particularmente elevado entre 1997 y
2001, con un crecimiento promedio del 24% anual, muy superior al crecimiento en
gasto para el conjunto total de medicamentos que fue del 16%. El gasto en
medicamentos psiquiátricos como proporción del gasto total en salud mental
creció desde un 14% en 1997 hasta el 23% en 2001. La industria farmacéutica está
preocupada, el crecimiento anual del gasto en psicofármacos fue del 18,5% entre
1997 y 2001, pero en el periodo 2002-2006 fue solo del 6,3%, y esta
desaceleración, no se debió a una reducción del consumo de medicamentos, que
siguió aumentando uniformemente, sino a una caída de precios por la
introducción de genéricos (Mark, 2012). Consistentemente a lo
largo del tiempo, se encuentran varios psicofármacos entre los líderes de
ventas (Lindsley, 2012).
En Argentina, la venta de
psicofármacos en 2013 aumentó un 5% respecto a 2012, siendo los medicamentos
con mayor crecimiento; que en alguna marca fue >28% (Anónimo, 2014b). Cada año
encontramos titulares similares, “las ventas de medicamentos en el tercer
trimestre del 2012 crecieron un 37,5%, y los psicofármacos ocuparon el primer
lugar en facturación” (Anónimo, 2013), y
en 2011 otro titular similar “el fin de año disparó las ventas de psicofármacos” (Anónimo, 2011). Los psicofármacos constituyeron más del 11% de los
medicamentos dispensados en Argentina en 2011, y se estimó que los utilizaban
un 18% de la población (Limiroski, 2014).
¿Cómo se aumentan
las ventas?
Estos aumentos
en las ventas de psicofármacos reflejan el efecto de varias estrategia de promoción simultáneas:
aumento de la proporción de sujetos tratados para la indicación autorizada, extensión
de las indicaciones, poblaciones, duración o dosis, más allá de las que
lograron la autorización de comercialización, uso simultaneo de varios psicofármacos
de una categoría y/o uso simultáneo de varias categorías de psicofármacos en un
sujeto.
El
deslizamiento de los límites diagnósticos
mediante el artificio de “trastornos del
espectro autista, esquizofrénico, bipolar, etc.”, permite engullir
síndromes sub-umbrales, asimilándolos, respecto al tratamiento farmacológico, al
trastorno más grave (Guimon, 2005)
(Paula-Pérez, 2012). Una estrategia
complementaria es definir como patológico lo normal, creando nuevas etiquetas
diagnósticas (Batstra,
2012)
(Frances, 2009) (López Méndez, 2012)
para luego asimilarlas en un “espectro psicopatológico”. Como
resultado, la mayoría de los receptores de psicofármacos no están enfermos. Especialmente
llamativo es el aumento en niños del uso de psicoestimulantes para la
hiperactividad por déficit de atención (Iciarte,
2007) o de antipsicóticos para trastornos inespecíficos de la conducta (Olfson, 2012).
El uso de psicofármacos ha aumentado en
todas la edades. Se ha identificado un aumento del consumo de psicofármacos
entre niños (Bonati, 2005) (Cooper, 2006) y adolescentes (Aparasu,
2007), para condiciones y en condiciones distintas
de las que figuran en sus fichas técnicas (Raven, 2012). En un estudio se
encontró que el 77% de los niños/adolescentes a los que un paidopsiquiatra les
prescribió antipsicóticos, no tenían diagnóstico de trastorno psicótico (Staller, 2005). Problema
que también se produce con otros fármacos en psiquiatría infantil (Efron, 2003). El uso de neurolépticos para problemas conductuales
es extraordinariamente frecuente en ancianos (Linden, 2001) y discapacitados
intelectuales (Aznar, 2001) (Haw, 2005).
En la ficha técnica de los
medicamentos se especifican para que condiciones y en qué forma de uso, las
agencias nacionales de los medicamentos avalan su puesta en el mercado. Cuando
un medicamento se utiliza para condiciones y de forma distinta a las que refleja
su ficha técnica, se dice que es un uso
“off-label” o fuera de ficha técnica. Una encuesta reveló que 2/3 de los
psiquiatras norteamericanos reconocen un frecuente uso “off-label” de medicamentos
(Lowe-Ponsford, 2000). De 41 denuncias a la FDA por promoción de
medicamentos en usos “off label”,
más de 1/3 correspondían a usos psiquiátricos (Kesselheim, 2011). La utilización de medicamentos “off-label” en psiquiatría alcanza
entre 1/3 y 2/3 de las prescripciones (Medrano, 2009). En ocasiones se emplean
medicamentos no destinados a uso psiquiátrico para el tratamiento de trastornos
mentales, es muy frecuente el empleo off-label de
anticonvulsivantes para el “control de impulsos y problemas conductuales” (Roncero, 2009) a pesar de no ser eficaces en estos problemas (Jones, 2011) y conocerse que pueden
causarlos (Thigpen, 2013).
Otro tipo peculiar de uso
“off-label” muy frecuente en psiquiatría, es el uso de dosis superiores a las máximas especificadas en ficha técnica (Harrington,
2002) (Procyshyn, 2010), basándose en opinión de expertos (Gardner, 2010). Problema que se agrava
con el uso simultáneo de varios medicamentos con el mismo mecanismo de acción (polifarmacia) y cuya práctica carece de
soporte teórico y/o empírico (Correll, 2009).
Politerapia es la utilización
conjunta de varios fármacos de categorías terapéuticas diferentes en un mismo trastorno,
como el uso de anticonvulsivantes para potenciar el efecto de los
antipsicóticos en la esquizofrenia. Asociar valproato no mejora el resultado
obtenido con olanzapina o risperidona solo (Casey,
2009). Topiramato incluso empeora el resultado obtenido con clozapina (Muscatello, 2010) (Behdani, 2011). La
proporción de personas que tomaban al menos dos psicofármacos fue en 1996/97
del 42,6%, y aumento hasta el 59,2% en 2005/6. En el periodo 1996-2007, la
polifarmacia en psiquiatría infanto-juvenil aumento del 14,3% al 20,2% (Hahn, 2012).
Es fácil encontrar
pacientes que utilicen simultáneamente antipsicóticos, antidepresivos,
ansiolíticos, estabilizadores del humor e hipnóticos, además algún
betabloqueante, y un potenciador cognitivo, para el tratamiento de síntomas
“mentales”, pero como estos fármacos causan efectos adversos, también suelen
asociarse antiparkinsonianos, laxantes, antidiabéticos, hipolipemiantes,
antihipertensivos y antitrombóticos. Una de las consecuencias de la polimedicación es el riesgo de
interacciones, que se han encontrado hasta en el 90,6% de los pacientes
ambulatorios y pueden tener consecuencias potencialmente adversas (Hahn, 2012).
Todas
estas situaciones son casos de experimentación
humana que deberían aplicar una
metodología de protección de los
sujetos de estudio.
¿Falta de conciencia de
enfermedad o sensación de no ser escuchado?
Una proporción importante de personas tratadas con antipsicóticos
padecen efectos adversos (Jin, 2013), entre otros síndromes extrapiramidales
y metabólicos; hiperprolactinemia y alteraciones cognitivas, que afectan a su
calidad de vida (Morss, 1993) (de Araujo,
2014), y son frecuentemente causa de
incumplimiento terapéutico (Dibonaventura,
2012). Cuando protestan por estos efectos, generalmente se considera como una
manifestación de falta de conciencia de
enfermedad (Moritz 2013), los
síntomas se consideran ”refractarios” (Quintero, 2011) y se recurre a “megadosis”
y politerapia, que a su vez aumenta los efectos desagradables, conduciendo a una
ruptura terapéutica (Pol Yanguas, 2013),
o a un desenlace más trágico (Bartoll,
2014), que “legitima” al entorno para forzar
tratamientos hasta límites irracionales e inmorales (Martínez Granados 2014).
Los síndromes por retirada del fármaco, un tipo particular de efectos
adversos que aparecen al retirar el tratamiento, son un conjunto de síntomas
algunos similares a los que originaron la prescripción del medicamento y otros
nuevos, de intensidad y momento de aparición variable según ciertas características
farmacológicas, la forma de utilización y la persona que lo ha recibido (Cerovecki, 2013). Cuando se producen,
muchas veces son interpretados como prueba
de la necesidad del medicamento retirado, y por lo general, pacientes y
médicos suelen ser reticentes a nuevos intentos de retirada, por temor a las “recaídas”. La persona se
ha vuelto dependiente (Moncrieff, 2006a).
En una encuesta a usuarios de antipsicóticos se encontró que la mitad habían
experimentado síntomas de retirada (Salomon,
2013).
La tasa de
abandonos del tratamiento constituye un indicador que engloba efectos
adversos y eficacia. En los ensayos clínicos con antipsicóticos, las tasas de
abandono típicas están en torno al 33-42% (Kemmler,
2005). En condiciones clínicas rutinarias aproximadamente el 40% de los
pacientes incumplen el tratamiento antipsicótico antes de 1 año, y el 75% antes
de 2 años (Perkins,
1999). Se considera que hay falta de adherencia
terapéutica cuando el sujeto toma menos del 80% de la dosis prescrita, pero
el abandono completo del tratamiento es más raro, solo un 17% de los sujetos
tomas menos del 21% de las dosis antipsicóticas prescritas (Remington, 2013). La prescripción
de antipsicóticos inyectables de larga duración es la estrategia más
frecuentemente recomendada y utilizada para mejorar el cumplimiento (Velligan, 2010), (Goff 2010). Su empleo
se basa en resultados de estudios en
“espejo” en los que se comparan las recaídas en dos periodos de tiempo
distintos, antes y después del uso del inyectable de depósito, siendo cada
paciente su propio control (Kishimoto,
2013), diseño con elevado riesgo de sesgos. Ni siquiera son ensayos
cruzados aleatorizados. Pero no han mostrado en ensayos clínicos controlados
con grupos paralelos aleatorizados, ser más efectivos ni seguros que los
antipsicóticos orales (Kishimoto, 2014).
El tratamiento ambulatorio obligatorio
(Hernández-Viadel, 2006) (Cañete-Nicoles,
2012) tampoco parece resolver el
problema, los estudios que lo apoyan de nuevo son “en espejo” (Lera-Calatayud, 2013), mientras que los estudios
aleatorizados con grupos paralelos no muestran beneficios (Hernández-Viadel, 2010). Un meta-análisis de ensayos clínicos
controlados y aleatorizados, corroboro esta ausencia de superioridad sobre el
tratamiento usual (Kisely, 2011).
Se asume de forma acrítica
que mejorar la adherencia es siempre deseable y se debe lograr por
encima de cualquier barrera. Se parte de un paciente idealmente pasivo, que no
cuestiona la medicación, siempre efectiva y segura, prescrita por un médico que
sabe lo que es mejor para el paciente, que proporciona información clave e
imparcial, y en cuyas prescripciones racionales nada debería interferir. Pero
resulta que las personas a las que se les prescribe, realizan a partir de su
experiencia un complejo y cuidadoso análisis de beneficios y costes/riesgos de
la medicación, de modo que la no-adherencia
refleja un acto "propositivo” de prudencia. Pero los sujetos realizan
sus evaluaciones y acciones basándose en un conocimiento incompleto,
frecuentemente tienen dificultades en la atribución de causalidad entre su
experiencia y los fármacos, y tienen miedos y deseos contradictorios, temen
tanto a los efectos adversos de los medicamentos como a los síntomas de la
enfermedad y la recaída. Las respuestas
coercitivas de terapeutas y familia llevan al paciente a ocultar las acciones de modificación
del tratamiento que les permite ejercer la autonomía, resultado de lo cual, el
trabajo del terapeuta se realiza a partir de datos falsos. Por el contrario, la
implicación del paciente en su tratamiento, con la escucha atenta a las
dificultades que experimente, buscando una concordancia de objetivos con él,
sería una respuesta más adecuada (Britten,
2010). Incluso ante el deseo de un sujeto de abandonar completamente la medicación
antipsicótica, la aplicación de una política
de reducción de daños evitaría el abandono completo y abrupto del
tratamiento con ruptura de relación terapéutica y perdida de seguimiento del
paciente (Aldridge, 2012).
¿Qué sienten los pacientes
que toman neurolépticos?
Los medicamentos
psiquiátricos son sobre todo fármacos
psicoactivos y producen un estado físico y mental alterado e impredecible,
que el paciente vive globalmente, más que de forma separada por un lado el
efecto terapéutico y por otro los secundarios. Este estado mental alterado inducido por el fármaco interacciona con la
experiencia de disgusto y discapacidad que había inducido a sujeto a pedir
ayuda, y puede ser útil si conlleva la supresión de alguna de las de quejas.
Los efectos psicoactivos (sedación, enlentecimiento locomotor, activación,
percepción sensorial alterada) pueden interferir con la angustia inherente a
muchos desordenes y esto puede reflejarse en escalas especificas empleadas en
los ensayos clínicos. Hay pocas comparaciones de la eficacia de distintas
categorías de psicofármacos, incluyendo opiáceos, en un mismo trastorno
psiquiátrico. Las que hay no suelen confirmar superioridad de unos sobre otros.
La concepción de los ensayos clínicos, focalizados en un estrecho conjunto de
quejas y resultados, relegando a la categoría de efectos colaterales al resto,
dificulta la obtención de información sobre el rango completo de efectos
psicoactivos y físicos de los psicofármacos. También hay lagunas importantes
sobre los efectos a largo plazo del uso de psicofármacos, incluyendo los
relacionados con la retirada de los mismos. Las experiencias de los pacientes
son difíciles de capturar mediante las escalas clínicas. Mientras que el modelo
“oficial”, apoyado por la psiquiatría biologicista, de acción de los
medicamentos psiquiátricos supone que estos corrigen un desequilibrio químico
que es el origen de los síntomas y por tanto son intrínsecamente beneficiosos.
Un modelo “alternativo” pone el
énfasis en que estos medicamentos son
sustancias extrínsecas que alteran la química normal del cerebro y por
tanto las ventajas y desventajas deben ser cuidadosamente sopesadas, permitiendo
a las personas juzgar por sí mismas si una clase de estado mental alterado les
ayuda o no. Desde esta perspectiva el incumplimiento puede ser una alternativa
racional, que el prescriptor debe comprender y encajar (Moncrieff, 2009b).
Algunos estudiosos describen el efecto de los antipsicóticos como “sustancias que producen una
petrificación en las emociones, bloqueando la iniciativa de la persona, “su
curiosidad e iniciativa intelectual se transforman en actitudes flemáticas y
robotizadas”, “la principal eficacia terapéutica atribuida a los neurolépticos
es el sentimiento de alivio posterior a la suspensión del empleo”, “una gragea
de haloperidol inconcreta desdicha, media gragea más borró cualquier rastro de
autoconciencia”. Los efectos mentales se describen como “neutralidad emocional
sin trastornos de la conciencia”. En fin, se trata de “camisas de fuerza psíquicas” (de Rementerí, 2014). Cuando se preguntó a
jóvenes a los que se les había prescrito antipsicóticos, pero que aún no los
habían tomado nunca, sobre que esperaban de estos fármacos, las respuestas
fueron: “mucha ayuda, ayuda para eliminar mis pensamientos y hacer que los
síntomas no me molesten”; pero cuando se les volvió a preguntar, tras 6 semanas
de su uso continuado, decían que el medicamento les había producido un estado
de “indiferencia y desapego sobre los síntomas”, era como si los medicamentos hubieran
amortiguado la relevancia de los síntomas psicóticos más que eliminarlos (Mizrahi, 2005). Cuando se analizaron
los comentarios sobre fármacos antipsicóticos que los usuarios de los mismos
escribieron en una base de datos de acceso libre en Internet, se encontró que los
efectos subjetivos predominantemente descritos consistieron en sedación,
discapacidad cognitiva, y aplanamiento o indiferencia afectiva (Moncrieff, 2009a). Algo muy parecido a
lo que refieren los usuarios de medicamentos antidepresivos (Read, 2014). La información que
proporcionan los pacientes coincide con la hipótesis de la indiferencia
psíquica como forma de actuación de los antipsicóticos (Healy, 1989). Parece que lo que realmente sienten las personas que
toman antipsicóticos no es una abatimiento de los síntomas psicóticos, sino un
desinterés, una eliminación de la dimensión afectiva humana, un “no sentir” (Moncrieff, 2009b). Resultado coherente con el papel de la dopamina en los
procesos asociados con la capacidad de experimentar placer y sentir motivación (Bressan, 2005).
Cuando los
efectos indeseables son más evidentes que los buscados, es razonable plantearse la conveniencia de seguir
utilizando el medicamento.
¿Cómo se toman las decisiones terapéuticas?
En un congreso de psiquiatras
se llevó a cabo la siguiente encuesta (Mendel, 2010), a los asistentes les entregaron dos casos clínicos,
y sobre los que, en un primer escenario, se les preguntó en un caso si
prescribirían un antipsicótico depot o continuarían con el tratamiento oral, y
en el otro caso el dilema era aconsejar al paciente que iniciara tratamiento
antidepresivo o que esperara a ver la evolución. Los psiquiatras
mayoritariamente recomendaron la primera opción en ambos casos. En un segundo
escenario, con los mismos casos clínicos y las mismas opciones de respuesta, se
les pidió que eligieran considerando la pregunta del pacientes ¿qué haría usted en mi lugar?, y el
resultado fue ratificarse en la respuesta dada inicialmente. La sorpresa vino
al situarlos en un escenario distinto, ahora eran los mismos médicos los
protagonistas de los casos clínicos, pasaban de prescriptores a diagnosticados,
en este caso la situación cambió, y la mayoría prefirió continuar con el
antipsicótico oral antes de pasar al depot, o esperar a observar la evolución
antes de iniciar tratamiento con antidepresivos.
En otro experimento (Mendel, 2009), a un grupo de psiquiatras
se le presentaron también dos casos. En el primero un paciente debe ser tratado
con uno de dos nuevos antipsicóticos sobre los que se proporciona información
en una lista de 12 ítems (6 beneficios y 6 riesgos) y se invitó al psiquiatra a
solicitar información adicional. En el segundo caso, un paciente esquizofrénico
va a iniciar tratamiento con un antipsicótico depot, del que se ofrece una
lista de 10 propiedades (5 beneficios y 5 riesgos) y se le pregunta al
psiquiatra ¿cuál de estos ítem pasaría al paciente?. El resultado fue que en el
primer caso los psiquiatras solicitarían significativamente más información sobre
riesgos para informarse a sí mismo;
pero cuando se trata de informar a
los pacientes, la situación se invierte y harían énfasis en los beneficios.
Otra encuesta encontró que la base para la toma de decisiones
terapéuticas en salud mental era “la experiencia personal” y “la influencia de colegas”, por encima de la medicina
“basada en datos” y de la “guía de prescripción del centro” (Mayet 2004). El
problema surge cuando el consejo de los
colegas, especialmente académicos formadores
de opinión, es una información manipulada interesadamente (Spielmans, 2010).
Estos resultados parecen
indicar que los médicos anteponen el principio de beneficencia al de no-maleficencia,
pero también que cuando se trata de un paciente, de un “otro”, el médico
renuncia a su criterio particular a favor de la opinión generalizada o más
popular: y prescribe lo que se espera, de ahí la importancia y el éxito de la
propaganda farmacéutica. Lo que se conoce como “efecto del traje nuevo del emperador” (Jayaram, 2012). Pero cuando es él mismo el destinatario de su
decisión se atreve a ir contra corriente.
Las guías de tratamiento son decorativas
En un intento por optimizar
resultados terapéuticos, maximizando efectividad y reduciendo acontecimientos
adversos, los colectivos de profesionales agrupados en sociedades
“científicas”, y corporaciones “asistenciales”, han desarrollado recomendaciones y guías para ayudar a
la toma de decisiones terapéuticas. Se basan en la mejor evidencia disponible, que
suelen graduar según su fortaleza, y pueden utilizarse para evaluar la calidad de
la terapéutica aplicada o del uso de un determinado grupo de fármacos (Barnes, 2011) (Buchanan, 2010) (Moore,
2007). Cuando se realiza un trabajo de evaluación de este tipo, los
resultados suelen ser desalentadores, en psiquiatría las guías son
sistemáticamente incumplidas en la práctica clínica.
En un estudio (Salinas Alemany, 1995) se seleccionaron
aleatoriamente 30 historias clínicas entre 144 de una institución para enfermos
mentales; en ninguna de ellas el uso de antipsicóticos cumplió completamente
con los criterios de calidad predefinidos. Cuando se utilizó el apego a las
recomendaciones de dosis de antipsicóticos como criterio de calidad
asistencial, se encontró una asociación significativa entre el uso de dosis
dentro del rango recomendado en las guías clínicas y puntuaciones
psicopatológicas bajas (Owewn, 2000). Otro estudio (Martinez
Granados, 2005) seleccionó 6 recomendaciones para el uso de antipsicóticos
en esquizofrenia, extraídas de dos guías de amplia aceptación, y trató de
determinar su grado de seguimiento y su asociación con el estado mental de los
pacientes. Encontró que en más del 60% de los sujetos se incumplían al menos 4
de las 6 recomendaciones, y que a mayor número de recomendaciones incumplidas
le correspondía una mayor gravedad en la psicopatología. Esta mayor gravedad
era la causa del incumplimiento de las guía, según los psiquiatras, pero el
hecho cierto era que ello no parecían lograr la mejoría buscada. En otro
estudio con 20 sujetos con esquizofrenia, una análisis retrospectivo mostró que
la guía de tratamiento fue incumplida parcialmente en 2 y totalmente en 5 casos
(Delessert, 2007). El apego a las
guías de tratamiento mostró mejorar la calidad asistencial en varios aspectos
claves como la reducción de la frecuencia de efectos adversos y de la
psicopatología (Weinmann, 2008). Otros han encontrado frecuente uso de polifarmacia
contra las recomendaciones de las guías clínicas y se extrañan de su empleo en
pacientes con problemas de cumplimiento (Bret,
2009). Un estudio de seguimiento de calidad
de uso de antipsicóticos, en un conjunto de 23619 sujetos diagnosticados de
esquizofrenia entre 1/07/1996 y 30/06/2001, encontró que solo el 18% de los
tratamientos en fase aguda y el 7% de mantenimiento cumplieron con los 4 criterios predefinidos (Busch, 2009). En
la discapacidad intelectual hemos encontrado que el apego a las guías reduce
los problemas de conducta y mejora las habilidades adaptativas (Jiménez Cubero,
2013). En general las
guías son incumplidas por sobreprescipción, falta de concreción y medida de los
resultados terapéuticos y de descuido en la supervisión de efectos adversos, lo
que se trata de justificar precisamente por la falta de recursos asistenciales.
Las guías clínicas deben de basarse y considerar
adecuadamente los datos en los que apoyan sus recomendaciones terapéuticas. Sin
embargo, la calidad metodológica, salvo algunas excepciones, y sobre todo su
aplicabilidad distan mucho de ser óptimas (Gaebel,
2005).
¿Ensayos clínicos de calidad en los
tratamientos de la esquizofrenia?
Hay un desfase entre la
evidencia y la práctica. Evidentemente algo no funciona como debiera. Puede que
los ensayos clínicos sean defectuosos en su diseño y no reflejen la verdad, o que se esté
produciendo un sesgo de publicación
y se oculte la verdad, o simplemente
que los pacientes que ven los
psiquiatras en la clínica diaria sean diferentes
a los de los ensayos clínicos y estos no
reflejen la realidad (Leucht,
2008).
Una revisión de la calidad de
2000 ensayos clínicos para esquizofrenia
publicados entre 1948 y 1997, (Thorley,
1998) encontró que el 64% eran de
baja calidad (puntuación de criterios de Jadad ≤ 2) y solo el 1% logró la puntuación máxima 5 (Jadad, 1996). Solo el 4% describió adecuadamente el método de asignación
a los grupos control y experimental.
Solo el 22% describió el método de cegado y solo el 42% lo que ocurrió con los
sujetos que salieron del ensayo. Solo uno de los ensayos discutió adecuadamente
el problema de la potencia estadística, y solo 3 tuvieron suficiente tamaño de
muestra (300 sujetos en 2 grupo) para detectar una diferencia entre grupos del
20% con un nivel de significación del 5% y una potencia del 80%. El 50% de los
ensayos tuvieron menos de 50 participantes. En el 50% de la duración fue ≤ 6 semanas, mientras solo en el 19% la
duración fue > 6 meses. El 86% de los ensayos evaluaron farmacoterapias (435
fármacos diferentes) y un 4% adicional evaluaron terapias físicas como “terapia
electroconvulsiva”. Solo el 9% evaluaron políticas de salud y el 8% psicoterapias.
Las variables resultados en 63% de los ensayos fueron cambios en escalas de
síntomas, llegando a emplearse 640 escalas diferentes; el 18% midió cambios en
conductas, 7% valoro la función cognitiva, 5% funcionamiento psicomotor, se
realizó una valoración global en el 20%, todas ellas variables subrogadas.
Variables con significado clínico directo como “actividades de la vida diaria”
o “funcionamiento global” se evaluaron en el 4% y 6% respectivamente. Solo el
22% evaluó efectos adversos de los fármacos. El 54% de los ensayos se
realizaron en EEUU, el 37% en Europa; el 9% en el resto del mundo donde se
encuentran la mayoría de los pacientes. En resumen, los resultados son generalmente variables subrogadas de difícil interpretación,
a muy corto plazo, con una perspectiva cultural occidental y con elevado riesgo
de estar sesgados.
Una década después se localizaron 10000 ensayos clínicos sobre
esquizofrenia (Miyar, 2013), la
situación es de un continuo aumento de ensayos clínicos, ahora más de 600 por
año, pero de accesibilidad reducida, solo el 28% estuvieron disponibles en PubMed.
Los fármacos seguían siendo el principal motivo de estudio, 83% de los ensayos,
pero ahora el 21% se ocuparon de psicoterapias. Hay un cambio en su procedencia
geográfica, actualmente el 25% proceden de China. La mediana del número de
participantes por estudio ha aumentado ligeramente hasta 60 sujetos. La
disparidad en la presentación de resultados sigue aumentado, uno de cada 5
ensayos introduce un nuevo instrumento de medida. También aumenta la publicación duplicada de muchos estudios, con la
consiguiente distorsión de la apreciación del verdadero valor de la
intervención estudiada.
A partir de la información
de registro de aprobación por la FDA de 8 antipsicóticos de 2º generación
se localizaron 24 ensayos clínicos pre-comercialización, los resultados de 20
de ellos fueron publicados, pero no los 4 restantes, 3 no lograron mostrar
superioridad del nuevo fármaco frente a placebo y otro no mostro superioridad
sobre el comparador activo. Además el tamaño del efecto indicado en la
publicación suele ser de promedio un 8% superior al valor indicado en los
registros de la FDA (Turner, 2012). La publicación selectiva de resultados positivos
quedó también patente al analizar los resultados de 278 informes de ensayos
clínicos de medicamentos presentados en los congresos de la Asociación
Americana de Psiquiatría de 2009 y 2010. La proporción de resultados positivos
entre los 195 ensayos financiados por la industria farmacéutica fue del 97,4%,
frente a solo el 68,7% de los ensayos no financiados. Esto es preocupante, los
congresos son una de las principales actividades de formación médica continuada
para muchos profesionales (Sen, 2012). La manipulaciones por parte de quienes esperan hacer
negocio queda evidenciada con la plétora de publicaciones que sistemáticamente
muestran que el antipsicótico del
fabricante que financia el estudio es mejor que cualquiera de sus competidores
(Heres, 2006)
Frecuentemente se argumenta que los pacientes que participan en los ensayos clínicos son diferentes
de los que se encuentran en la práctica diaria, debido al establecimiento de criterios de inclusión y exclusión.
Esto puede comprometer la validez externa de los resultados. Para tratar de
establecer si es así, se ha estudiado la influencia de incluir o no estos
criterios sobre las características basales de los sujetos seleccionados y los resultados, en un ensayo aleatorizado
sobre primeros episodios de esquizofrenia, llevado a cabo en 50 centros
ubicados en 13 países, que incluyó 498 pacientes, de los cuales 31% presentaron
tendencias suicidas y/o abuso de sustancia (Boter,
2010). Los pacientes con tendencias suicidas y/o abuso de sustancia fueron
más jóvenes, con mayor frecuencia varones, era menos probable que estuvieran
casados y tenían menos nivel de educación, peor funcionamiento social y mayor
nivel de depresión que los sujetos sin las comorbilidades anteriores. Las
diferencias se explicaron por el abuso de sustancias pero no por la
“suicidabilidad”. Durante 12 meses de seguimiento los pacientes con
comorbilidad tardaron menos en ser rehospitalizados, y presentaron mayores
niveles de depresión, pero no tardaron más hasta interrupción del tratamiento, ni
presentaron más pérdidas durante el estudio, ni peor psicopatología ni funcionamiento
social global. En consecuencia, aunque se debe ser cauto, los criterios de
exclusión en los ensayos clínicos para esquizofrenia no parecen afectar
sustancialmente a sus resultados.
Otra posibilidad es que los
pacientes con esquizofrenia que deciden aceptar
participar en un ensayo clínico sean diferentes de los que rechazan la
participación. Esta hipótesis ha sido testada comparando las características,
utilización de servicios y costes de los participantes en un ensayo clínico con
un antipsicótico de depósito frente a las de una muestra extraída
aleatoriamente de una cohorte, procedente del mismo ámbito geográfico, de 10000
pacientes con esquizofrenia que no participaron en el estudio, los sujetos de ambos
grupos se emparejaron en función del tiempo de reclutamiento (Barnett, 2011). Hubo pocas diferencias
entre los participantes en el ensayo y los controles que cumplían los criterios
de inclusión, respecto a haber tenido una hospitalización psiquiátrica en el
mes previo, salvo que los participantes tenían más probabilidad de ser afroamericanos
y tenían menos probabilidad de haber estado hospitalizados en el año previo al
estudio por razones médicas o quirúrgicas. Los controles que no cumplieron los
criterios de inclusión tenían mayor probabilidad de padecer comorbilidades
psiquiátricas, abusar de sustancias y ser menos cumplidores con la medicación
antipsicótica. No se detectaron otras diferencias.
Las diferencias entre los
sujetos con esquizofrenia vistos en la práctica diaria y los que participan en
ensayos clínicos, tras la criba de la disposición a participar y la aplicación
de los criterios de inclusión y exclusión en cualquier caso requerirían un uso
más prudente de los antipsicóticos.
El principal objetivo de la
industria farmacéutica, que financia la mayor parte de los ensayos clínicos, es
vender su producto. Para ello es importante demostrar la superioridad relativa de su medicamento sobre los
competidores y utiliza estrategias
como: modificación de la dosis del medicamento de comparación, establecimiento
del “punto final del estudio” a “posteriori”, enmascaramiento de efectos
secundarios, manipulación estadística de datos, efecto corruptor sobre los que
evalúan los pacientes del estudio, publicación repetida de datos, resaltar
hallazgos favorables, ocultación de datos desfavorables, enmascaramiento de la
autoría. Aunque la mayoría de los clínicos se consideran inmunes a la
influencia de la industria, el resultado de estas prácticas llevan a: empleo de
nuevos fármacos sin ventajas sobre los previos, tendencia a la polifarmacia al
aplicar a un mismo paciente la ventaja diferencial de distintos medicamentos
para los distintos síntomas, preponderancia del tratamiento farmacológico sobre
otros abordajes, negligencia en la detección de efectos adversos, y uso de
dosis excesivas (Peralta, 2005).
Se ha detectado una
progresiva disminución con el tiempo de
la diferencia de eficacia entre placebo y fármaco activo en los ensayos
clínicos con antipsicóticos realizados entre 1991 a 2006, debido tanto al
aumento del efecto del placebo como a una disminución del efecto de los
fármacos activos, incluso de controles activos positivos (Kemp, 2010). Este descenso se ha
producido a pesar del aumento con el tiempo del número de sujetos, la
disminución de pérdidas en ambas ramas de tratamiento, del mantenimiento de la
gravedad basal de los participantes (Khin,
2012), y mejora de la calidad de los estudios (Agid, 2013). En este contexto la realización de ensayos controlados con placebo es un imperativo
ético (Leucht, 2013b), en contra de
la propuesta de algunos de eliminar las
ramas placebo tratando de justificarse también en razones éticas (Emsley, 2013) (Fleischhacker, 2003),
cuando en realidad se propone por razones financieras (Kemp, 2010).
¿De dónde procede el enorme éxito de los
neurolépticos?
A
mediados del siglo XX se desató una
ola de optimismo terapéutico
relacionada con la llegada y amplia aceptación de los nuevos fármacos
psiquiátricos que no puede atribuirse a pruebas decisivas sobre su eficacia en
el tratamiento de las enfermedades mentales, que distan de ser convincentes (Shepherd, 1972). La mayoría de los
estudios eran realmente series de casos más o menos largas, sin grupo
comparación (Azima, 1954) (Lehemann, 1955)
(Lomas, 1955).
Los neurolépticos llegaron
en un momento comercialmente oportuno,
había un vacío terapéutico, junto al desencanto con los tratamientos
psicológicos al uso, se daba un rechazo creciente a los crudos tratamientos físico-psiquiátricos
disponibles. Además el uso de fármacos favorecía el alineamiento de la psiquiatría
con el resto de la Medicina (Shepherd,
1972). A esto hay que sumar la tendencia humana a consumir sustancias
psicoactivas (Lader, 1983). El paciente fármaco-consciente busca en
los medicamentos psiquiátricos, como en las drogas psicoactivas, propiedades
tranquilizadoras, estimulantes, calmantes, reforzadoras de la resistencia, para
afrontar las dificultades de la vida cotidiana y el malestar que generan.
Inicialmente fueron popularmente conocidos como “píldoras de la felicidad”, los
profesionales los llamaban “ataráxicos”, que producen imperturbabilidad. Estas
condiciones fueron captadas por las industrias farmacéuticas, que lanzaron
magníficas campañas de propaganda en favor de sus psicofármacos (Shepherd, 1972).
La máquina de ventas de medicamentos pronto logró su objetivo El
éxito de la incorporación de la clorpromazina al mercado farmacéutico
norteamericano fue tan enorme, que en el año 1955 la empresa
SmithKline&French facturó 75 millones de $USA (Diéguez, 2005). Un estudio de mercado durante 1955 reveló que 3
de cada 10 prescripciones eran de tranquilizantes, y 1 de cada 2 en el estado
de Nueva York (Committee on Public Health
of the New York Academy of Medicine, 1957). Justificaba este hecho en la
tremenda demanda social de medicamentos para regular la tensión nerviosa y la
ansiedad de la vida diaria, y apuntaba que merecía estudiarse la razón por la
que tanta gente necesita este tipo de soporte y alivio (Hoch, 1957). Un análisis de cómo se llegó a esta situación
incriminaba a la literatura extravagante
y distorsionada distribuida por los fabricantes de medicamentos entre la
profesión médica, engañosa en dos aspectos. Primero, presentaba el medicamento
de tal forma que conducía, incluso alentaba, a un uso indiscriminado del mismo.
Por ejemplo, el prospecto de un tranquilizante incluía bajo el epígrafe
indicaciones un listado en el que cabía casi cualquier problema, estado
emocional o etapa de la vida; para cualquier profesión y/o circunstancia. En
segundo lugar, la información proporcionada por los fabricantes a los médicos y
farmacéuticos tenía poca, si alguna, mención a los efectos colaterales adversos
y a las contraindicaciones del uso de fármacos tranquilizantes. En algunos casos
se recomendaba el medicamento para uso en periodos relativamente cortos de
terapia y en situaciones temporales en las que la presión emocional era un
factor causal o una complicación y mencionaban que se estaban realizando
investigaciones para determinar la seguridad y eficacia del medicamento a largo
plazo. Este tipo de mensajes inducían una falsa seguridad a los profesionales.
La prensa lega también contribuyó a diseminar una imagen prematura y errónea de
fármacos milagrosos, que afectó al público general y a los profesionales a los
que demandaban medicamentos, haciendo presa en el afán de buenas noticas
mediante la divulgación parcial de historias optimistas e informes de
investigación prematuros (Committee on
Public Health of the New York Academy of Medicine, 1957).
Los medicamentos tranquilizantes disponibles
hasta el descubrimiento de la clorpromazina, como bromuro, barbitúricos, y
otros, presentaban dificultades en su manejo, como excitación paradójica previa
a la sedación, la dosis capaz de producir coma era muy próxima a la
terapéutica, riesgo de precipitar confusión y psicosis toxicas y por ultimo
elevado riesgo de dependencia, abuso y reacciones por retirada, problemas que
no parecían presentarse con los nuevos medicamentos (Lehmann, 1993) (Lehmann, 1997), y al comprobarse las capacidades
tranquilizantes de la clorpromazina, esta sustituyó rápidamente a sus
antecesores, pero paralelamente surgirían críticas - ocasionales – que llamaban
a estos fármacos “camisas de fuerza química, o lobotomizadores químicos” (Lehmann, 1997). Al parecer, el nuevo
fármaco era capaz de controlar cualquier estado grave de excitación, que cursara
con hipermotilidad, iniciativa anormal y tensión afectiva aumentada, pero era
incapaz de modificar delirios y alucinaciones (Lehemann, 1954) (Freyhan, 1959).
En
el año 1957, el American Journal of Psychiatry publicó un artículo en el que
hablaba de un suceso espectacular (Brill, 1957). Informaba de una expansión del uso de tranquilizantes (clorpromazina principalmente)
del orden del 250% en el año 1955-6, en los hospitales mentales del estado de
New York. Observa también que en este mismo año se produjo un descenso en el número de pacientes
ingresados en 500 sujetos, y otros tantos en el año 1956-7, frente a un
incremento promedio anual de 2000 la década anterior; asimismo observa una
reducción en el uso de las prácticas de aislamiento y sujeción mecánica de
pacientes en estos mismo centros. Estos cambios afectaron fundamentalmente a
sujetos esquizofrénicos y se dieron de forma abrupta, mientras que el descenso
en la población de los hospitales mentales ocurrida durante los años de la 2º
Guerra Mundial, afectó a todas las categorías diagnósticas de forma difusa.
Luego en un salto lógico, saca la conclusión de que el descenso en la población
de internados en hospitales mentales se debió al uso de antipsicóticos, y llega
a esta conclusión por eliminación, no encuentra otra explicación. Contra esta
argumentación tan poco sólida, se alzaron voces críticas (Kramer, 1958), ya que no se podía establecer relación causal, ni su dirección, entre
los sucesos asociados, y que abogaban que para esclarecer si existía una
relación causal entre los sucesos “descenso de población hospitalaria” y
“consumo de medicamentos tranquilizantes” era necesario realizar al menos un análisis
de cohortes comparando resultados entre expuestos y no expuestos. Insistía por
ejemplo, en que el estado de NY se diferenciaba del resto de estados por su
potente red de psiquiatría comunitaria. Un estudio posterior (Brill,
1962) prolongó los datos sobre las camas
hospitalarias y el consumo de antipsicóticos en el estado de NY. Señalaba a los
sujetos esquizofrénicos de entre 22-44 años, en los primero 4 años de
enfermedad, como aquellos que más se beneficiaban del uso de medicamentos.
Fruto de las críticas metodológicas al análisis de los
datos de NY, fue un estudio (Epstein, 1962) que analizaba las tasas de retención, inversa de las tasas de altas, en los
hospitales mentales del estado de California, en función de que los sujetos
hubiera sido tratados o no con fármacos
ataráxicos y de si el hospital practicaba o no un uso intensivo de farmacoterapia.
Estudiaron el conjunto de varones blancos de entre 24 y 44 años que ingresaron
por primera vez en 1956 y en 1957. En 1957 se produjeron 740 ingresos de estas
características, de los cuales 356 (48%) recibieron fármacos ataráxicos durante
los 6 primeros meses de estancia hospitalaria, de estos últimos, al final del 6º
mes, el 64% había sido dado de alta, frente al 71% de los que no habían
recibido fármacos. En 1956, se produjeron 673 ingresos de las características
definidas arriba, de ellos el 36% recibió fármacos ataráxicos, y de estos
últimos a los 6 meses estaban de alta el 63% y el 74% a los 18 meses, frente al
67% a los 6 meses y el 88% a los 18 meses en el grupo que no había sido tratado
con medicamentos. Cuando se compararon los 3 hospitales con mayor utilización
de fármacos con los 3 hospitales con menor consumo de fármacos, no se hallaron
diferencias entre ambos grupos para el total de la tasa de retención
hospitalaria en 1956, y esta fue algo más alta en 1957 en el grupo de hospitales
de uso alto de fármacos. El porcentaje de pacientes tratados con fármacos en el
conjunto de hospitales de uso elevado de medicamentos fue del 49% en 1956 y del
63% en 1957; mientras que estas cifras para los hospitales de bajo uso de medicamentos
fue del 26% en 1956 y del 34% en 1957. Las limitaciones al uso de fármacos
fueron exclusivamente presupuestarias, teniendo dentro de cada hospital todos
los pacientes la misma asignación para gasto en medicamentos. Cuando se
compararon las tasas de retención globales del conjunto de hospitales en 1956 y
1957, con la de 1950, encontraron que esta última era claramente superior a las
otras dos que prácticamente eran superponibles.
Por lo expuesto podemos decir que la afirmación “el descubrimiento de los antipsicóticos
vació los hospitales mentales” es cuando menos discutible.
¿Qué
efectos observaron los primeros médicos que utilizaron estos medicamentos?
Los primeros ensayos con clorpromazina y reserpina
fueron no controlados y produjeron
valoraciones muy positivas de los medicamentos. Los editoriales y artículos
publicados tanto en revistas profesionales como dirigidas al público en general
daban a entender que se había logrado la
“aspirina psiquiátrica”, de modo que se podría calmar el dolor mental y
emocional y eliminar la psicopatología, aunque pronto se reconoció que el
entusiasmo debía refrenarse y que realmente no había llegado la era de la “penicilina psiquiátrica” (Azima, 1956). Pronto quedó claro, con
los primeros ensayos controlados con placebo y diseño cruzado, que las indicaciones estrictas de estos
medicamentos eran los estados de aumento
de la excitación y la tensión (Elkes,
1954).
Los primeros
estudios comparativos de fenotiazinas
mostraron una clara superioridad de estas frente
a fenobarbital. En un estudio (Casey,
1960) realizado en 35 centros de la Veterans Administration,
implicando a 641 pacientes esquizofrénicos varones en su primer ingreso, con
asignación al azar y seguimiento doble ciego, de 12 semanas de duración,
comparando 5 ramas de tratamiento con fenotiazinas (clorpromazina,
triflupromazina, mepazina, proclorperazina y perfenazina), entre sí y contra
fenobarbital. Los tratamientos se iniciaron a dosis equivalentes y se
incrementaron de forma protocolizada para luego ser ajustadas con criterio
clínico. Emplearon 2 escalas de medida y 24 criterios de cambio clínico. Las
dosis/día media de clorpromazina fue 635mg y de perfenazina 50mg. Finalizaron el ensayo el 74% de los
sujetos. Solo 21 sujetos (3%) abandonaron por reacciones adversas. Las 5
fenotiazinas se mostraron mejores que fenobarbital y todas fueron igualmente
efectivas excepto mepazina que fue inferior al resto. Los criterios de cambio
que más mejoraron fueron: resistencia, beligerancia, alteración del
pensamiento, y gravedad de la enfermedad.
¿Solución
a corto o largo plazo?
En el año 1961 se inició una prueba a gran escala (Cole,
1964), comparando
los efectos de 3 fenotiazinas (clorpromazina,
flufenazina, tioridazina) frente a
placebo con asignación al azar y diseño paralelo, en el que participaron
463 sujetos esquizofrénicos agudos, de admisión reciente. Este estudio es
citado en muchos textos como una de las pruebas claves de la efectividad de los
antipsicóticos en la esquizofrenia (Shepherd, 1972) (Janicak,
2011). La dosis se ajustó de forma flexible con un
criterio clínico que resulto en una dosis diaria media equivalente a 650mg de
clorpromazina. La valoración global fue realizada por los médicos psiquiatras. Completaron
las 6 semanas del estudio 344 sujetos (74%). La mayoría de los pacientes que
abandonaron prematuramente el ensayo por falta de eficacia procedían del grupo
placebo. Ninguno de los enfermos tratados con fenotiazinas empeoró, un 5% no
mostraron cambio, el 20% mejoró mínimamente, y el 75% restante mejoró “mucho o
muchísimo”. Los pacientes con placebo también mejoraron pero solo en el 40%
pudieron considerarse esta mejoría como “mucha o muchísima”. Se obtuvieron
muchos datos mediante el empleo de dos escalas de valoración específicas para
pacientes internados, y del análisis factorial de los síntomas registrados
extrajeron 21 factores que mejoraban significativamente más bajo la acción del
medicamento que con placebo. Estos factores fueron: participación social,
confusión, cuidado de sí mismo, síntomas hebefrénicos, agitación-tensión,
conversación lenta, conversación incoherente, irritabilidad, indiferencia al
medio ambiente, hostilidad, alucinaciones auditivas, ideas persecutorias, y
desorientación. Los pacientes con placebo mejoraban en participación social,
confusión, agitación-tensión e ideas persecutorias; mientras que empeoraban en
algo en aspectos como irritabilidad y síntomas hebefrénicos. La conclusión es que las fenotiazinas son
superiores a placebo en las 6 primeras semanas de tratamiento en pacientes
con esquizofrenia de inicio reciente en su primer episodio de hospitalización.
Cabe comentar que los autores ya dicen en la introducción que “Cuando se inició
este estudio en abril de 1961, había poca duda de que clorpromazina era más
efectiva que placebo en el tratamiento de sujetos con esquizofrenia crónica
hospitalizados” y agraden su colaboración a varios laboratorios farmacéuticos (Cole, 1964).
En el proyecto había una segunda parte (Schooler, 1967) centrada en el ajuste en la comunidad de los
sujetos dados de alta en el ensayo anterior. De los 344 sujetos que no acabaron
prematuramente el ensayo, 299 (87%) fueron dados de alta, de estos 176 (59%) no
precisaron rehospitalización en el año siguiente, y de los 123 que fueron
rehospitalizados, 78 volvieron a ser dados de alta; de modo que al año de
estudio estaban ubicados en la comunidad 254 sujetos (85% de los dados
inicialmente de alta). El 68% de estos sujetos presentaban psicopatología
mínima o ausente. Solo 11% mostraba un ajuste social equiparable al de la
población general, pero la gran mayoría (68%) habían vuelto a su mejor nivel
funcional antes de la hospitalización, y el 57% eran considerados personas
activas o moderadamente activas. Entre los asalariados reales o potenciales, aunque
el 12% no habían llegado a estar empleado en ningún momento del año, el 58% estaban
empleados al final del periodo de seguimiento; el 68% presentaban trabajos
conforme a su nivel de formación y el 54% eran económicamente autosuficientes.
El 64% de las amas de casa se estaban desempeñando adecuadamente en este papel.
Cuando se trató de determinar la influencia de diversos factores personales,
premórbidos y del tratamiento sobre el ajuste social, hubo una sorpresa. Los pacientes tratados con placebo en el ensayo
tuvieron menor probabilidad de rehospitalización que aquellos que recibieron
cualquiera de las tres fenotiazinas. Entre los sujetos que recibieron fármaco
activo en el ensayo, hubo una relación positiva entre mejoría al final de la 6º
semana de tratamiento y la ausencia de psicopatología al año del alta. Los
pacientes que recibieron fenotiazinas y/o psicoterapia después del alta
tuvieron menos probabilidad de ser rehospitalizados. La psicoterapia se
relacionó con mayor nivel de interacción social, con tener trabajo y que este
fuera conforme a la preparación del sujeto, pero curiosamente peor rendimiento
en el papel de ama de casa. La terapia con fenotiazinas tras el alta mostró una
interesante relación con la regularidad laboral de los asalariados. Entre aquellos
que no recibieron fenotiazinas en ningún momento y aquellos que las utilizaron
de forma continuada, el 80% asistieron con regularidad a su trabajo; sin
embargo entre aquellos que tomaron fármacos solo en algún momento, solo el 56%
asistió con regularidad a su trabajo. Una explicación posible a esto
proporcionada por los psiquiatras fue que los sujetos que no recibieron
fármacos tampoco los necesitaban, los que recibieron medicamentos continuamente
los necesitaban y los tenían; pero los sujetos que no recibieron fármacos todo
el tiempo, los necesitaban pero no los tenían. Esta explicación parece
simplista, ya que lo sujetos fueron a los grupos de fármacos o de placebos de
forma aleatoria. Otra explicación posible podría incluir altas discriminadas,
por término medio, los pacientes con placebo permanecieron hospitalizados
durante 6 semanas más que los sujetos con fármacos. Además los sujetos con
placebo o con clorpromazina tuvieron mayor probabilidad de ser hijos de padres
con enfermedad mental. Dado que el tener padres con enfermedad mental aumenta
la probabilidad de rehospitalización, esta circunstancia operaría contra el
efecto del placebo. Los autores tampoco encontraron una relación con la
duración del ingreso y la probabilidad de rehospitalización. Consideraron que
los sujetos tratados inicialmente con placebo, al desvelarse el ciego debieron
recibir un tipo especial de cuidados al ser considerados en desventaja con el
resto, pero no se logra identificar en que consistió este cuidado diferencial. Otra posible explicación es que el
tratamiento inicial con fármacos haga a quien los recibe más propensos a la
reagudización de la psicosis si la administración de estos se interrumpe.
En conjunto, estos dos estudios parecen indicar
que los fármacos pueden acelerar el control de síntomas evidentes a otros, pero
una proporción considerable de sujetos mejora sin fármacos y este grupo logra un
mejor ajuste social tras alta; además una vez iniciado, la interrupción
del tratamiento farmacológico puede
aportar desventajas.
Un estudio (Bockoven,
1975) que comparó retrospectivamente
dos cohortes compuestas por 100 sujetos cada una, elegidos al azar y seguidas
durante 5 años. Una de sujetos internados en un hospital mental orientado a
la comunidad en 1947, la otra de sujetos admitidos en un centro de salud mental
comunitario en 1967. El análisis de ambas cohortes no muestra diferencias entre
ellas, salvo que la primera corresponde a la era pre-clorpromazina, mientras
que la segunda cae de lleno a la era de la clorpromazina. Los resultados
indican que los programas de ambos centros tuvieron éxito en mantener a
pacientes con historia de enfermedad mental de larga duración en la comunidad.
Sin embargo, en la cohorte de 1967 hubo tendencia a presentar más pacientes con
recaídas y mayor número de recaídas por paciente. Esto sugiere que estos fármacos pueden no ser indispensables
y que de hecho su empleo pudiera prolongar la dependencia social de quienes
los reciben.
En otro estudio (Rappaport,
1978), 80 sujetos esquizofrénicos, entre 16 y 40
años, referidos para hospitalización por el servicio comunitario de salud
mental, la gran mayoría con una o ninguna hospitalización previa, fueron aleatorizados a recibir de forma doble
ciega, placebo o clorpromazina (hasta 900mg/día). En el momento del alta
los pacientes con clorpromazina se mostraron significativamente mejor que los
sujetos con placebo (p<0,05). Los pacientes fueron seguidos durante tres
años tras el alta. Tras el alta el tratamiento no fue controlado por el equipo
investigador, de modo que en el análisis de los resultados finales se agruparon
a los sujetos en 4 categorías, en función de la asignación ciega a placebo o
clorpromazina durante la hospitalización y en función de que tomaran o no
fármacos antipsicóticos durante el seguimiento. Hubo 24 sujetos en grupo pla-off
(tomaron placebo en hospital, y continuaron sin tomar fármacos tras el alta),
17 en el grupo pla-on (tomaron placebo en la hospitalización pero recibieron fármacos durante el periodo de seguimiento),
22 sujetos en cpz-on (se asignaron a clorpromazina durante la hospitalización y
continuaron con antipsicóticos durante el seguimiento) y 17 sujetos en cpz-off
(tomaron fármacos durante la hospitalización pero los abandonaron tras el
alta). En la visita a los 3 años, se encontró que 36 estaban tomado
antipsicóticos y lo habían hecho de forma regular al menos en 2/3 del tiempo de
seguimiento; y que 41 no estaba tomado fármacos antipsicóticos ni lo habían
hecho al menos durante 2/3 del tiempo de seguimiento. El grupo pla-off mostró
en este momento una mejoría significativamente superior a la de los otros 3
grupos (p<0,001), no hubo diferencias
entre pla-on y cpz-on. Requirieron rehospitalización durante el seguimiento el
8% de los sujetos del grupo pla-off, frente al 73% del grupo cpz-on, el 53% del
grupo pla-on y el 47% del cpz-off. El
grupo tratado sin fármacos presentó un comportamiento sorprendentemente mejor.
Un ensayo especialmente significativo comparó cinco formas de tratamiento: terapia del
medio (mileu therapy) sola o asociada a psicoterapia psicoanalítica, a fármacos
antipsicóticos, a psicoterapia más fármacos, o asociada a terapia
electroconvulsiva (May, 1981).
Los pacientes, asignados aleatoriamente a los grupos de tratamiento, fueron
seguidos de 2 a 5 años. El grupo tratado con fármacos además de terapia de
medio condujo a mejores resultados durante la hospitalización inicial, sin
embargo durante el seguimiento las diferencias de resultados en función del
tratamiento inicial, aunque en algunos casos fueron estadísticamente
significativas, no se consideraron que lo fueran ni clínica ni socialmente.
Aunque la terapia del medio sola mostró peores resultados iniciales que
asociada a otras terapias, los sujetos que mejoraron en este grupo presentaron
mejor funcionamiento que los que mejoraron en otros grupos.
Los estudios anteriores muestran una superioridad de los antipsicóticos
frente a placebo en el tratamiento a corto plazo de episodios agudos de
esquizofrenia. Resultados que han sido posteriormente confirmados por diversos meta-ánálisis recientes (Koch, 2014)
(Adams, 2014) (Matar, 2013) (Leucht, 2013). Pero las consecuencias a largo
plazo son otra cuestión (Bola, 2011),
y los datos presentados
muestran un posible efecto antiterapéutico. Hay más estudios
que apoyan la conveniencia de ensayar en primera instancia tratamientos psicosociales
(que es distinto de no tratar) combinados
en caso necesario con un uso parco de
psicofármacos ante un episodio psicótico (Carpenter, 1977) (Lehtinen, 2000) (Bola, 2003).
Se ha visto que la duración de la psicosis no
tratada afecta negativamente a la respuesta a los medicamentos antipsicóticos (Perkins,
2005). Así que se
han levantado voces que, olvidando que ausencia
de medicamento no significa ausencia de tratamiento, preconizan el uso inicial y temprano de fármacos (Wyatt, 1991), y acusan de dañar irreversiblemente a los sujetos con esquizofrenia
cuando se retrasa en inicio del tratamiento (Kirch, 1992). Para comprobar si este era el caso se realizó un
meta-análisis (Bola, 2006), incluyó estudios
con asignación aleatoria y también estudios con diseño cuasi-experimental, mayoritariamente
en sujetos en su primer o segundo episodio del espectro esquizofrénico, con al
menos un grupo de sujetos no medicados y con resultados al menos al cabo de 1
año, o más. Se excluyeron estudios con sujetos que habían padecido múltiples
episodios, o no tenían grupos de comparación, o si eran estudios donde a un
grupo previamente tratados con un fármaco este se le retiraba. Con estos
criterios se encontraron 6 estudios que incluyeron a 623 sujetos (algunos
descritos antes en este texto). Los grupos inicialmente no medicados mostraron
una pequeña pero no significativa ventaja a largo plazo. Cuando se analizaron
solo los estudios aleatorizados, tampoco emergió evidencia de daño a largo
plazo relacionado con el retraso en el uso de fármacos antipsicóticos en el grupo
no medicado inicialmente.
Cuando
un grupo de sujetos con psicosis, en su primer episodio, consecutivamente
remitidos a los servicios psiquiátricos de un área, se compararon en función de
su procedencia de una zona de detección precoz de psicosis o de otra zona sin
detección precoz, se encontraron diferencias en la sintomatología medida con la
escala PANSS (Melle, 2004). Pero no hubo diferencias entre ambos grupos en el
funcionamiento social o la calidad de vida, atribuibles a la demora en el
tratamiento antipsicótico (Melle, 2005).
No todos los pacientes con esquizofrenia aguda requieren
inexcusablemente tratamiento farmacológico inminente. No
medicar no significa no tratar, ni necesariamente conlleva peor pronóstico.
¿Tratamiento de por vida?
La mayoría de los psiquiatras dicen que el tratamiento farmacológico debe continuar de
manera indefinida. Esto es lo que recomiendan las guías clínicas (Barnes,
2011) (Buchanan, 2010) (Moore, 2007). La razón que argumentan es que con la interrupción hay un alto riesgo de
reagudización. Un reciente meta-análisis (Leucht, 2012) avala la capacidad de los antipsicóticos para prevenir
las reagudizaciones en la esquizofrenia. Incluyó 65 ensayos clínicos, que
incluían 6493 sujetos, en ellos se comparaba, después de un periodo de
estabilidad, un grupo en el que se continuaba el tratamiento antipsicótico con
otro grupo al que este se sustituía por placebo. Las tasas de recaídas al año
fueron del 27% en el grupo con fármaco, frente al 69% en el grupo placebo, NNT:
3(2-3); las rehospitalizaciones fueron 10% con fármaco y 26% con placebo, NNT:
5(4-9).
Sin embargo, los grupos con fármaco presentaron
más efectos adversos que los grupos
placebo, a pesar de que muchas veces solo se informaba de efectos adversos que
padecieran al menos el 5-10% de los sujetos. En 44 ensayos la retirada del
antipsicótico recibido durante el periodo de estabilización se retiró
bruscamente, y en 11 se decía que la retirada fue gradual, en 28 días de
promedio. La duración media de los
ensayos fue de 26 semanas, la mayoría de 6 meses y muy escasamente se
prolongaban durante 1 año, solo 1 alcanzó los 2 años, y cuando realizó una
meta-regresión para investigar cómo podría influir la duración del ensayo sobre
el tamaño del efecto, encontró una correlación negativa y estadísticamente
significativa entre ambas variables. Es decir con el transcurso del tiempo, la diferencia entre placebo y
antipsicótico en la frecuencia de reagudizaciones, disminuye, hasta hacerse nula al sobrepasar los 2 años de
seguimiento (Leucht, 2012).
Otro problema está relacionado con la retirada del tratamiento previo. En
los grupos placebo hubo una mayor incidencia de discinesia tardía, esto
claramente indica la presencia en este grupo de síntomas por la retirada del
tratamiento previo. En la mayoría de los casos se hizo de manera brusca y
cuando fue gradual, según los autores del meta-análisis (Leucht, 2012), realmente también debería considerarse demasiado
rápida (Viguera, 1997). La retirada de psicofármacos es siempre un problema,
especialmente cuanto más prolongado ha sido su empleo continuo. En algunos pacientes, tras 4-6 semanas de la
retirada de antipsicóticos utilizados crónicamente, aparece un cuadro de
empeoramiento de los síntomas positivos, con agitación y akatisia, acompañado de
manifestaciones vegetativas, y generalmente precedido por discinesias (Gardos, 1976). Se ha propuesto un
mecanismo común para las discinesias y
la psicosis por retirada, un hipersensibilización dopaminérgica secundaria
a la denervación sostenida por el uso crónico de antipsicóticos, aunque también
pueden contribuir otros mecanismos como un rebote colinérgico asociados a la
retirada (Chouinard, 1980). Teniendo
en cuenta estas consideraciones, los ensayos en los que a un grupo se le retira
un tratamiento previo, mientras que el grupo de comparación lo mantiene, más
que probar la utilidad del mantenimiento en la prevención de recaídas, muestra
el aumento del riesgo por la retirada, es decir, no un efecto terapéutico, sino
un efecto tóxico.(Moncrieff, 2006b).
El uso continuado de antipsicóticos previene recaídas a corto-medio
plazo, en parte evitando síndromes de retirada.
¿Y a largo plazo, reducen la psicosis?
Un
estudio (Wunderink, 2013) más reciente hizo un seguimiento de sujetos
esquizofrénicos durante
7 años,
un periodo de tiempo más prolongado de lo usual, que realmente fue una
prolongación de un estudio inicial (Wunderink, 2007). En este, sujetos de 18-45 años en primer episodio
psicótico fueron invitados a participar en un estudio de 2 años. Se trataba de
determinar cómo influía la retirada (gradual) temprana de tratamiento
antipsicótico, en comparación con la estrategia convencional de mantenimiento, sobre
el riesgo de recaída y ajuste socio-laboral. Se reclutaron 131 sujetos, que
después de 6 meses de remisión de síntomas fueron asignados de forma aleatoria
abierta a una de las estrategias a comparar y seguidos durante 18 meses más. Al
final de este tiempo, que completaron 128 sujetos, el porcentaje de recaídas
fue del 43% en el grupo de retirada, vs 21% en el grupo de mantenimiento
(p=0,01). No hubo diferencias entre los grupos en relación con los resultados
funcionales. Todos los sujetos que completaron estos 18 meses, fueron invitados
a continuar el seguimiento hasta 7 años más (Wunderink, 2013). Durante
este seguimiento, el tratamiento lo estableció el equipo clínico, no los
investigadores. La principal variable resultado fue la tasa de recuperación
definida con criterios sintomáticos y funcionales, en función de la estrategia
seguida en el estudio inicial. A los 7 años de seguimiento, se recuperaron 103
sujetos, 51 del grupo con mantenimiento de dosis y 52 con reducción-retirada de
dosis; los sujetos perdidos no mostraron diferencias con los recuperados en las
variables comparadas. El porcentaje de recuperación en ese momento fue del
40,4% en el grupo de reducción de dosis tras la mejoría, frente a solo el 17,6%
en el grupo con mantenimiento de la dosis de antipsicóticos (p=0,01). La mayor
tasa de recuperación en el grupo de reducción-retirada del tratamiento
farmacológico se debe a un mejor estado funcional, mientras que el estado
sintomático fue similar en ambos grupos, tampoco hubo diferencias en la tasa de
reagudizaciones. Sin embargo, considerando el curso temporal de las mismas, se
observó que la
tasa de recaída inicial resultaba superior (doble) en el grupo de pacientes
bajo esquema de reducción-retirada de antipsicóticos que la del grupo con
mantenimiento de dosis, pero las curvas de supervivencia de ambos grupos se
aproximaban con el tiempo hasta cruzarse a los 3 años de seguimiento. A partir
de ese momento, las tasas de recaídas dejaban de diferir significativamente (P
= .96), de hecho eran menores en el grupo de reducción-retirada de
tratamiento. En general, 67 sujetos (65.0%) tuvieron como mínimo una recaída en los 7
años de seguimiento, 32 de ellas acontecieron en el grupo bajo el esquema
reducción-retirada (61.5% del total de este grupo) y 35 en el grupo con
mantenimiento de dosis (68.8% del total de este grupo). Hubieron 36 pacientes
que no sufrieron ninguna recaída (34.9%), 20 estaban en el grupo de reducción-interrupción
de dosis (38.5% del grupo) y 16 en el grupo con mantenimiento (31.4% del grupo).
Un estudio de seguimiento
a muy largo plazo, 20 años,
pretende responder a las siguientes preguntas: (Harrow, 2014) 1) ¿con
qué frecuencia experimentan psicosis a lo largo de un periodo de 20 años los pacientes con esquizofrenia mantenidos
con antipsicóticos?; 2) para aquellos que experimenten psicosis mientras
toman antipsicóticos ¿cómo de graves son
los síntomas?; 3) ¿es en estos casos
menos grave que la que padecen los sujetos sin mantenimiento con
antipsicóticos?; y 4) ¿cómo de efectivo es el mantenimiento con antipsicóticos en sujetos con trastornos del humor que estaban psicóticos en la fase
aguda?. Para ello una cohorte de 139
sujetos (70 con esquizofrenia de > 6 meses de evolución; y 69 sujetos con trastornos
psicóticos del humor) fue evaluada prospectivamente durante una hospitalización
por agudización al inicio de su enfermedad, y reevaluados a los 2, 4´5, 7´5,
10, 15 y 20 años. Los sujetos procedían de sucesivas admisiones en dos
hospitales de Chicago. Las evaluaciones se realizaron con “el registro para
trastornos afectivos y esquizofrenia” y una entrevista para valorar el
funcionamiento. Los entrevistadores no conocían el diagnóstico, ni los
resultados de evaluaciones previas, ni que la finalidad del estudio era evaluar
la eficacia de los fármacos antipsicóticos. La fiabilidad inter-evaluadores fue
satisfactoria. En los momentos de las evaluaciones entre 62-67% de los sujetos
del grupo esquizofrenia recibieron antipsicóticos solos o asociados a otros psicofármacos,
de 3 a 14% recibían otros fármacos psicoactivos pero no antipsicóticos, y del
23 al 31% no estaban recibiendo psicofármacos. Las dosis antipsicótica mediana
a los 10 y 15 años fueron respectivamente equivalentes a 575mg y 500mg de
clorpromazina. Entre los sujetos con trastornos del humor, a los 20 años, el
28% recibían antipsicóticos y el 37% recibían otros medicamentos pero no
antipsicóticos. Veinticinco sujetos con esquizofrenia recibieron antipsicóticos
en todos los momentos de evaluación (grupo 1); 24 recibieron antipsicóticos en
algunos, pero no todos los momentos de seguimiento (grupo 2) y 15 no recibieron
antipsicóticos en ninguna de las evaluaciones de seguimiento (grupo 3). De 6
sujetos seguidos durante 20 años, se disponía de menos de 4 evaluaciones de seguimiento
en las que pudieran obtenerse datos definitivos sobre el padecimiento de
psicosis, por lo que no se emplearon en la comparación entre grupos 1 y 3. La
proporción de sujetos con actividad psicótica en cada evaluación, vario entre
56-78% en el grupo con esquizofrenia medicados, significativamente mayor al
17-27% en el grupo no medicado. Entre los sujetos del grupo 1 fue de 68-86%
frente a 7-60% en el grupo 3. La proporción de sujetos con síntomas psicóticos causantes
de alteraciones de moderada a grave de su vida social y capacidad instrumental varió
entre 35-73% en los sujetos del grupo 1 y entre 0-30% en los sujetos del grupo
3. Las diferencias entre los grupos medicados y no medicados fueron siempre
estadísticamente significativas a partir de la evaluación a los 4´5 años. La
proporción de sujetos con síntomas psicóticos en al menos 4 evaluaciones fue
del 72%, 46% y 7% entre los sujetos de los grupos 1, 2, y 3 respectivamente En
el conjunto global de sujetos con esquizofrenia estudiados, solo 12 sujetos
estuvieron libres de psicosis en todas las evaluaciones de seguimiento; 7 de
ellos pertenecían al grupo 3; y 2 de estos estuvieron en recuperación completa
en todas las evaluaciones. Se definió recuperación completa como la ausencia de
síntomas positivos y negativos, de rehospitalización, la existencia de algunos
contactos sociales, y trabajo durante al menos la mitad del tiempo, a lo largo
del año de evaluación. Los otros 5 sujetos libres de síntomas psicóticos
durante todo el seguimiento pertenecieron al grupo 2. Ningún sujeto del grupo 1
permaneció libre de síntomas psicóticos en todas las evaluaciones de
seguimiento. Sin embargo, la mitad de los sujetos del grupo 1 estuvieron libres
de síntomas psicóticos en al menos una de las evaluaciones de seguimiento,
incluyendo a 6 sujetos que permanecieron libres de síntomas en la evaluación a
los 2 años. Solo 12% de los sujetos control (psicosis afectiva) presentaron
actividad psicótica en > 3 evaluaciones de seguimiento. Por otra parte
dentro del grupo control, la proporción de sujetos tratados con antipsicóticos
que mostraron actividad psicótica fue significativamente mayor que la
encontrada en los no tratados con antipsicóticos, en las evaluaciones de
seguimiento a los 7’5.y 10 años.
Los resultados sugieren que al menos un grupo de personas con
diagnóstico de esquizofrenia pueden ser mantenidas a largo plazo sin el uso
continuado de medicamentos antipsicóticos. La comparación
entre sujetos con esquizofrenia medicada de forma continua y los mantenidos sin
el concurso de fármacos, muestra un resultado más favorable para estos últimos.
Una posible explicación podría ser que el grupo tratado sin fármacos hubiera
estado compuesto por sujetos con una enfermedad más leve, pero parece poco
probable que esto explique un hallazgo de tal magnitud en sentido contrario al
esperado. La gravedad de los síntomas psicóticos señala un peor estado de los
sujetos con esquizofrenia tratados con antipsicóticos, de los cuales 20 de 25
debieron ser hospitalizados al menos en dos ocasiones durante el seguimiento. Los
pacientes continuamente mantenidos con antipsicóticos no mostraron reducción en
la gravedad de los síntomas en la evaluación a los 20 años respecto de la
evaluación a los 2 años. Ninguno de los sujetos con espectro de la esquizofrenia
que utilizaron fármacos de manera continua estuvo libre de psicosis durante el
periodo completo de seguimiento. Cuando se compararon los sujetos con mal
pronóstico, los tratados continuamente con antipsicótico mostraron más tiempo
en psicosis que los que no lo hicieron. Esta
asociación con uso continuo de fármacos antipsicóticos con peor recuperación se apreció también en el colectivo control
con psicosis afectiva.
Los resultados obtenidos son compatibles con la
hipótesis dopaminérgica como mecanismo de acción de los fármacos
antipsicóticos, que explica sus efectos a corto plazo. Un efecto que más que
específicamente antipsicótico sería causar un estado de desinterés e indiferencia emocional, beneficiosa en el
episodio agudo, pero deletéreo para la recuperación personal, social e
instrumental del sujeto (Moncrieff,
2009a). Por tanto el cese temprano de esta
medicación podría mejorar el pronóstico a largo plazo de estas personas. La inversión de efecto de beneficioso a
lesivo se aprecia tras el uso continuado > 2 años. Lo que es compatible
con lo encontrado en otros estudios (Leucht,
2012) (Wunderink,
2013).
¿Pero podrían prevenir el 1º episodio?
La
esquizofrenia normalmente es precedida por un periodo prodrómico de entre 1 a 3 años, que se caracteriza por un
conjunto de conductas y síntomas psicológicos inespecíficos, deterioro
funcional y breves manifestaciones psicóticas atenuadas e intermitentes.
Aproximadamente entre 22-40% de las personas con estas características
desarrollan un episodio psicótico franco en el plazo de 12 meses, por lo que se
dice que están en ultra-elevado riesgo
de transición a psicosis. Dado el carácter devastador de la esquizofrenia,
y que esta es la causa mayoritaria de episodios psicóticos, cualquier intervención que previniera o
retrasara esta transición sería de gran utilidad (Mc Glashan, 1996). La administración de medicamentos
antipsicóticos durante los pródromos podría retrasar la transición a psicosis.
Una
revisión reciente (Stafford, 2013) concluyó que las
terapias farmacológicas no han mostrado efecto en las prevención del inicio de
psicosis, aunque sí lo han hecho algunas terapias psicológicas complejas.
Incluyó los estudios aleatorizados que evaluaran el efecto de cualquier
intervención en personas con síntomas prodrómicos pero sin episodios previos,
para prevenir la transición a psicosis. De los 11 estudios que incluyó, en 5
intervenía un fármaco antipsicótico. En todos se detectó un elevado riesgo de
sesgos, además no se pudo evaluar el sesgo de publicación dado su pequeño
número, pero uno o dos ensayos pequeños no publicados podrían ser suficientes
para cambiar la visión de beneficios y daños de estas intervenciones. En dos
ensayos, la asociación terapia cognitivo-conductual más risperidona redujo
significativamente el riesgo de transición a los 6 meses respecto la terapia de
apoyo, pero esta diferencia no fue significativa a los 12 meses; en estos dos
ensayos es imposible establecer una
relación causal entre risperidona y la reducción de la transición, al no poder
separarse el efecto de la terapia cognitiva-conductual del de risperidona (Phillips, 2009)(Yung, 2011)(Mc Gorry, 2002).
Los otros tres estudios si se pueden considerar evaluaciones del efecto del
fármaco. Un ensayo compara risperidona frente a placebo, ambas ramas con
terapia cognitiva-conductual, no encontró ninguna diferencia en la frecuencia
de transición a psicosis, sintomatología o perdidas de sujetos ni a los 6 ni a
los 12 meses (Phillips, 2009)(Yung, 2011).
Otro estudió olanzapina frente a placebo, tampoco se encontraron diferencias ni
a 6 ni a 12 meses, pero los sujetos con olanzapina experimentaron aumentos
importantes y continuos de peso, además a los 24 meses menos del 50% de los
participantes continuaban en el estudio (Mc
Glashan, 2003)(Mc Glasha, 2006). En un estudio con amisulprida no hubo
diferencia de efectos sobre los síntomas totales de psicosis a los 6 meses y no
se informó sobre la frecuencia de transiciones (Ruhrmann, 2007).
¿Son
medicamentos tolerados y seguros?
Si
los datos relacionados con la eficacia de los antipsicóticos no son muy
alentadores, los relativos a su seguridad no parecen mejores.
Los ensayos clínicos sobre farmacoterapia psiquiátrica suelen informar de
manera deficiente sobre los efectos
adversos. Es una práctica muy frecuente informar solo de aquellos que
aparecen con frecuencia ≥5%, e incluso solo ≥10%, de modo que efectos no muy
frecuentes pero muy graves pueden pasar desapercibidos. Incluso hay dudas de
que se informe siempre, como es preceptivo, sobre la frecuencia del resultado
“muerte”, el peor de los posibles. El resultado, “perdidas debido a
acontecimientos adversos” podría ser una buena medida de la tolerabilidad
global, pero es una práctica generalizada mezclar efectos adversos y falta de
respuesta como exacerbación de la psicosis, con lo que se convierte en un
indicador mixto de tolerabilidad-eficacia (Papanikolaou,
2004).
La proporción de pacientes tratados con
antipsicóticos que sufren efectos adversos ocasionados por los mismos es
importante. En el plazo de un año, la frecuencia de sujetos esquizofrénicos
tratados con antipsicóticos que desarrollan pseudoparkinsonismo es 37-44%,
akatisia 26-35%; discinesia tardía
1,1-4,5% (Miller, 2008). Entre pacientes crónicos, la proporción de discinesia
tardía fue del 14% (Blasco, 1995). Los
efectos adversos anticolinérgicos también son muy frecuentes, en ensayos
clínicos la frecuencia de visión borrosa varió entre 10-20%, proporciones
similares sufren estreñimiento, la sequedad de boca se produce entre 5-33%;
dificultades urinarias se presentan en torno al 10% de sujetos, hipersalivación
y babeo se produce en 4-42% de sujetos (Ozbilem,
2009). La actividad anticolinérgica también
interfiere significativa y sustancialmente con las capacidades cognitivas y su
rehabilitación (Vinogradov, 2009). Entre pacientes hospitalizados tratados con
antipsicóticos, la prevalencia de obesidad fue del 33%, 48% para sobrepeso, 68%
presentaban dislipemia, 64% hipercolesterolemia y 30% hipertrigliceridemia. Un
aumento de peso clínicamente significativo (>7%) se produjo en el 5-35% de
sujetos tras 28 semanas de uso de antipsicóticos (Newcomer, 2006), y esta proporción parece ser superior en sujetos
que están en su primer episodio de psicosis (Correll,
2011). Se detecta hiperprolactinemia hasta el 42% de los varones y 75% de
las mujeres tratadas con antipsicóticos, cuyos signos clínicos incluyen
ginecomastia, galactorrea, irregularidades menstruales, infertilidad,
disfunción sexual, acné e hirsutismo femenino, además a largo plazo puede
causar osteoporosis y aumento de fracturas y posiblemente de cáncer de mama (Carvalho, 2011).
La enuresis nocturna se produce en 6-20% de sujetos que reciben antipsicóticos
de amplio uso (Harrison-Worlrych, 2011).
Pueden aparecer convulsiones en el 2,7% de sujetos con clozapina dosis de
300-600mg/día, con más frecuencia a dosis mayores, y en un 0,8% puede causar
agranulocitosis. Somnolencia en el 39% de sujetos con olanzapina, pero con
mucha más frecuencia aún con otros antipsicóticos (Collaborative working group on clinical trial evaluations, 1998). Muchos
antipsicóticos prolongan el intervalo QTc, un marcador del riesgo de muerte
súbita, de forma dosis dependiente, y se ha encontrado esta anomalía en 8% de
sujetos con monoterapia antipsicótica, en politerapia este porcentaje es mayor (Reilly, 2000). El tromboembolismo
pulmonar también se ha asociado con el uso de antipsicóticos (Kamijo, 2003).
Los antipsicóticos están implicados en
aproximadamente 12 situaciones adversas de emergencia por cada 10000
prescripciones ambulatorias a adultos
(Hampton, 2014). Las intoxicaciones agudas con los nuevos antipsicóticos,
que se manifiestan principalmente por efectos sobre el sistema nervioso central
y sedación, paracen suponer mayor riesgo vital o de causar discapacidad permanente,
que las intoxicaciones por antipsicóticos clásicos de manifestaciones
neuromusculares más llamativas (Ciranni,
2009). Los médicos tienden a subestimar, respeto a la percepción que tienen
los usuarios, la frecuencia y gravedad de efectos adversos de los
antipsicóticos prácticamente en todas las áreas: psíquica, neurológica,
autonómica, y otras (Lindström, 2001).
Se ha observado (Kredentser, 2014) un exceso de mortalidad entre personas con
esquizofrenia con respecto a las que carecen de este diagnóstico. En un periodo
de 10 años (1999 a 2008) la mortalidad fue del 20,00%, y del 9,37%
respectivamente. La diferencia se mantuvo en todos los subgrupos de edad,
atenuándose a medida que aumentaba la edad, anulándose para nonagenarios y más
ancianos. La diferencia también se mantuvo para todos los tipos de causa de
muerte, excepto para cáncer. La mortalidad por cáncer de pulmón sí que fue
mayor entre esquizofrénicos para todas las edades, pero no pasa lo mismo al
considerar todas las muertes por cáncer en conjunto, en donde solo es mayor en
el grupo de edad entre 40-59 años. El exceso de mortalidad por grupos de edad
se mantuvo después de ajustar por sexo, región geográfica y factores
socioeconómicos. Este exceso se ha atribuido a diversas causas, como el propio
trastorno mental, a las dificultades de autocuidado, sedentarismo, tabaquismo,
abuso de sustancias y a otros problemas como los efectos adversos de los
antipsicóticos. El desfase de mortalidad en la esquizofrenia respeto a la
población general está aumentando con el tiempo (Saha, 2007). En un estudio (Joukamaa,
2006) de seguimiento prospectivo de 11 años, se estimó un incremento similar
del riesgo de muerte en la esquizofrenia respecto al de personas sin
esquizofrenia, además encontró un
aumento gradual de riesgo de mortalidad con el número de antipsicóticos
utilizados simultáneamente en el momento basal. Este aumento se mantuvo
después de ajustar por edad, género, enfermedades somáticas, presión arterial,
colesterol, índice de masa corporal, ejercicio, uso de tabaco, de alcohol y
nivel de educación.
Algunos (Tiihonen,
2009) han encontrado un aumento de
la esperanza de vida de pacientes esquizofrénicos a los 20 años entre 1996 y
2006, de 32,5 años a 37,4 años respectivamente, por el contrario la esperanza
de vida a los 40 años se redujo en este mismo periodo de 18,5 años a 17,0 años.
El riesgo de muerte fue menor para los que utilizaban antipsicóticos hasta su
deceso, respeto de los que no los estaban recibiendo en ese momento. También
encontró que el riesgo de muerte fue significativamente menor en los sujetos
con uso continuado de antipsicóticos que en aquellos que nunca los tomaron
extrahospitalariamente durante el seguimiento. Entre los pacientes que tomaron
los antipsicóticos al menos durante algún tiempo extrahospitalariamente, se
encontró una relación inversa entre
riesgo de mortalidad y duración del uso acumulado de antipsicóticos. No
obstante y de forma paradójica se
encontró que la tasa de mortalidad fue especialmente baja para los que la
duración acumulada del uso de antipsicóticos fue inferior a 6 meses. Entre
los posibles sesgos figuran, que no se
contabilizaron las muertes intrahospitalarias. A los pacientes con la salud
muy debilitada se les reduce e interrumpe el tratamiento antipsicótico (Uchida, 2009).
Los incumplidores pueden presentar peor salud general por otros factores
distintos de la falta de adherencia a la medicación, ya que esta se ha asociado
con estilos de vida inconvenientes y factores de aislamiento y riesgo
psicosocial (Aggarwal, 2010). Las dificultades de afrontamiento y negativa a
reconocer un problema de salud también se asocian a menor adherencia en la
esquizofrenia pero, curiosamente, una mejor adherencia no se asociaba con menos
psicopatología (Aldebot, 2009)
No
parece que los neurolépticos, por si mismos, hayan contribuido a aumentar el
nivel de salud, la calidad o la esperanza de vida de las personas con
esquizofrenia.
Lobotomizadores
químicos. ¿Sólo es una metáfora?
La neuropatología de la esquizofrenia permanece
oscura. Varios análisis han identificado y confirmado diversas anomalías que incluyen agrandamiento ventricular y
disminución del volumen cortical, entre otros, que parecen darse en todos los
tipos de esquizofrenia mas que en un tipo particular, y se encuentran presentes ya desde el 1º episodio en
sujetos no medicados aún, y que progresan con el tiempo (Harrison, 1999). Pero no queda claro si estas anomalías son la causa o la consecuencia del
trastorno, o si son inducidas por el tratamiento (Arango, 2008).
La hipótesis de que los fármacos antipsicóticos
pudieran ser la causa de la pérdida de volumen cerebral en la esquizofrenia se
ha visto reforzada por un estudio de seguimiento longitudinal prospectivo
mediante imágenes de resonancia magnética, de una cohorte de 211 sujetos con
primer episodio de esquizofrenia, durante un periodo de hasta 14 años, media
7’2 años, durante los que se realizaron entre 2 y 5 exploraciones de imagen
cerebral. Se trató de determinar la contribución
de 4 potenciales predictores de la pérdida de volumen cerebral: duración y
gravedad de la enfermedad, tratamiento antipsicótico y abuso de sustancias.
La intensidad del tratamiento antipsicótico se asoció con reducciones generalizadas
y específicas de tejido cerebral después de controlar el efecto de los otros 3
predictores. Más tratamiento antipsicótico se asoció con menor volumen de
materia gris. La gravedad de la enfermedad tuvo solo un efecto modesto sobre la
reducción de tejido cerebral y el abuso de sustancias no presento una
asociación significativa después de controlar los otros predictores. Los autores concluyen que considerando sus
hallazgos junto con los resultados de experimentación animal, los antipsicóticos tiene una influencia sutil
pero mesurable sobre la pérdida de volumen cerebral, que debería traducirse en
una revisión de las dosis, duración e indicación del tratamiento con
antipsicóticos (Ho, 2011). Posteriormente
el mismo grupo investigador ratificó la importancia de la intensidad del
tratamiento antipsicótico y añadió la duración de las recaídas como otra variable
que significativamente predice de perdida de tejido cerebral, pero curiosamente
la definición de recaída se hizo de forma retrospectiva y a propósito para este
particular estudio, y no en el momento en que los datos eran recogidos, lo que
resta solidez (Andreasen, 2013).
Dos meta-análisis recientes han confirmado la
relación entre uso de antipsicóticos y los cambios estructurales en el cerebro.
Uno de ellos halló que el uso de antipsicóticos se asociaba con un racimo de 7
áreas de cambio estructural, 4 con disminución de volumen y 3 con aumento (Torres, 2013). El otro, meta-análisis trató de determinar la
fuerza de asociación con cambios morfológicos cerebrales de tres predictores:
gravedad, duración de la enfermedad y tratamiento antipsicótico. Encontró que
en la situación basal, los pacientes presentaron significativamente menor
volumen de materia gris y mayor volumen en los ventrículos laterales. En el seguimiento,
los pacientes mostraron mayor perdida en el volumen de materia gris y mayor
aumento en el volumen ventricular que los controles. Las diferencias
persistieron después de corregir por comparaciones múltiples. No se detectaron
otras diferencias significativas. El descenso longitudinal en el volumen de
materia gris en los pacientes se asoció con una mayor exposición acumulada a
fármacos antipsicóticos a lo largo del tiempo, pero no con cambio en la
sintomatología, ni con la duración de la enfermedad (Fusar-Poli, 2013).
Queda por determinar las consecuencias de estos
cambios anatómicos sobre la evolución de la esquizofrenia.
De lo expuesto podríamos concluir que
los medicamentos antipsicóticos, los más reputados de los medicamentos
psiquiátricos:
1º) Distan de ser dardos químicos específicos
dirigidos a la diana que es la supuesta causa subyacente de los trastornos
psicóticos, y específicamente de la esquizofrenia. Aunque son capaces de
mejorar algunos de sus síntomas, especialmente la agitación psicomotriz y mejoran
el curso de los trastornos psicóticos y previenen recaídas a corto plazo, a
largo plazo sus beneficios no están bien estudiados y los datos disponibles
indican que puede anularse.
2º) Los efectos de estos fármacos no son
siempre valorados positivamente por los sujetos que los reciben. Los médicos
tienden a utilizar estos fármacos en sus pacientes, a pesar de que dudarían
antes de tomarlos ellos mismos, y también suelen subestimar la frecuencia y
gravedad de sus efectos adversos. Estos parecen estar relacionados con el
acortamiento de la esperanza de vida de los sujetos con esquizofrenia respecto
de la población general. Se prioriza el
principio de beneficencia sobre los de no-maleficencia y de autonomía.
3º) El uso de los fármacos antipsicóticos se
mantiene en continua expansión desde los años 50 del siglo pasado, pero su
enorme éxito comercial parece apoyarse en estrategias de mercado, más que en
evidencia científica. Deben hacer ensayos clínicos adecuados a la naturaleza
del problema, con control placebo y control activo, aleatorizados, doble ciego,
de tamaño suficiente para captar diferencias clínicamente significativas con
medidas de variables con significado clínico y con la duración que requiere un
trastorno que como la esquizofrenia se dice de naturaleza crónica.
4º) Se propone un uso de antipsicóticos prudente
en dosis, acotado en el tiempo, dirigido a síntomas específicos, con una
cuidadosa evaluación de sus respuestas terapéutica y adversa, escuchando y
haciendo participar al paciente y a otros profesionales en la toma de
decisiones farmacoterapéuticas, considerando un abordaje psicosocial y familiar,
que ponga énfasis en las capacidades y la funcionalidad de las personas
afectada, más que en el abatimiento a ultranza de los síntomas.
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¡¡¡SOBERBIO!!!
ResponderEliminarBuenísimo. Añadiremos enlace al Blog de la REAP y recomendar su lectura
ResponderEliminarAna, Teresa, gracias por vuestros comentarios.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho el artículo , muy bien escrito y documentado . Sus conclusiones sn muy interesantes e importantes , y como persona catalogada de esquizofrénica , lo tendré muy en cuenta , especialmente la parte donde dice que los neurolépticos son más dañinos que beneficiosos a partir de los dos años de uso . Muchas gracias por su interés por este grupo que está "vendido" de cara a la opinión pública .
ResponderEliminarMe gustaría que ud le retirase la medicación antipsicótica a los pacientes a ver que pasa. Yo que atiendo pacientes, veo que en muchas ocasiones tras un periodo de estabilidad clínica, al retirar o disminuir dosis de antipsicóticos los síntomas aparecen otra vez, no se imagina en estas situaciones la angustia tanto del paciente como de los familiares que se genera. Es irresponsable ir diciendo que los antipsicóticos hacen mas daño que bienestar, la esquizofrenia es una enfermedad que en muchos casos llega a ser muy deteriorante y no por culpa de la medicación, de hecho, cada vez que no se previene un episodio psicótico hay un mayor deterioro cerebral.
ResponderEliminarEstimado anónimo, si usted lee atentamente lo que se dice en el texto, tiene mi respuesta a su opinión. Claro que vuelven alucinaciones y delirios en muchos sujetos a los que tras la toma crónica de antipsicóticos estos se les retira. Este es uno de los motivos por lo que deben emplearse solo en contadas ocasiones y limitarse en tiempo y cantidad su empleo. Un atento saludo. Gracias por su aportación.
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