Si el Estado, y el Sistema Nacional de Salud tuvieran una
voz, como uno de los personajes de V de Vendetta que se llama precisamente así
“la voz”, la frase con la que pongo titulo a este artículo sonaría grave e
impersonal al otro lado del teléfono rojo. La persona que cuelga el teléfono es
Violeta, una señora que no llega a los 60 años y que acude a una Escuela
Comunitaria donde estamos atendiendo a personas en riesgo de exclusión social. Se
la puede ver llegando en un movimiento lento y con ayuda de un bastón, las
piernas hinchadas, avanza como un elefante recién salido de una jungla espesa y
absurda, lenta, en un vaivén que anuncia una carga vital fuera de lo
soportable. Llama al timbre, esboza una sonrisa, y nos da las gracias,
sencillamente, por invitarla a pasar. Llamémosla Violeta.
Violeta se desplaza hasta un despacho con una mesa y dos
sillas y pide un vaso de agua, le ha costado llegar hasta aquí. Vuelve a dar
las gracias, se coloca sus gafas que se escurren por su rostro debido al sudor,
es un gesto que repite cada cierto tiempo, apoya su bastón en la mesa y saca
una carpeta azul, estira dos gomas y las suelta delicadamente sin hacer ruido.
De la carpeta saca varios informes grapados y meticulosamente ordenados, uno de
su médica de cabecera, otro con su medicación recién impresa por el psiquiatra
a quien visitó la tarde anterior y otro es de la trabajadora social que está
cursando su minusvalía.
Empiezo revisando el papel impreso con su medicación actual,
hay metformina (para una diabetes tipo II), hidroclorotiazida-enalapril (para
la tensión), simvastatina (colesterol), lorazepam para dormir, hay omeprazol,
paracetamol y tramadol (analgésico opioide), y ayer tarde, tras su visita al
psiquiatra, desvenlafaxina (un antidepresivo dual).
Violeta empieza su relato y disculpadme si lo narro a
trompicones, siguiendo las trazas que me dejó el recuerdo. Me respondió que sí,
que en su familia había antecedentes de muerte por eventos cardiovasculares, y
que ella misma había sufrido “dos anginas”,
que seguro que acaba como su madre, con un ataque al corazón que está sufriendo
tanto; que sí, que no se encuentra bien, que sólo quiere morirse, que
demasiados problemas la afligen, por ejemplo el dolor que no cesa, necesita
ayuda hasta para incorporarse de la cama, que lo único que le mitiga ese
sufrimiento es nadar, “es una maravilla
poder flotar”, “en el agua puedo
moverme libremente, y hacer ejercicio, muevo los brazos, las piernas, el dolor
desaparece, ahí sí, nadando sí”. Yo le digo que eso es magnífico, que vaya
a nadar, que el ejercicio es el mejor remedio para minimizar el riesgo
cardiovascular que tanto le preocupa, que vaya todos los días un ratito, pero
me dice que no puede, que no puede pagarse los veinte euros que le cuesta al
mes, que precisamente su médica de cabecera hizo un informe recomendando
fervientemente la natación, “también para
el dolor de espalda” y que la trabajadora social le está tramitando un bono
descuento, pero que aún con eso, le seguiría costando diez euros, y eso es
imposible, “yo no puedo pagar eso, ni
siquiera tengo para comer”.
Enseguida constato que en sus analíticas los niveles de
glucosa, hemoglobina glicosilada y colesterol están bien lejos del límite
superior de referencia y me vino a la cabeza eso que leí en el libro del médico
Juan Gervas de que los eventos cardiovasculares no dependían de estos
parámetros biológicos tan sonados, sino de otros bien distintos, como la
pobreza y que esta no aparece en ninguna tabla de riesgo cardiovascular. El
infarto al corazón, efectivamente, es cosa de pobres.
En ese lapsus de tiempo que dura apenas un instante vuelvo
al relato de Violeta, ahora está contándome que no come carne, ni pescado “y mira que yo he sido pescadera toda la vida”
y que apenas come unas verduras que el verdulero de su barrio tiene a bien
regalarle “ese hombre es un santo, sino
fuera por él, ya no sé qué habría hecho”. Dice que acude a Caritas, pero
que no siempre puede comer allí (no entiendo muy bien por qué y decido abordar
esta cuestión con más detalle en otro momento). Que ha intentado encontrar
trabajo, pero que con lo último que le pasó, ya ha perdido la esperanza. “Ahí me mataron”- me dijo. ¿Cómo que ahí
la mataron? “Pues eso, que me pusieron un
día de prueba en una pescadería, y me dijeron que muy bien, que había sido muy
simpática y que se notaba que tenía destreza con el cuchillo, pero que lo
sentía mucho que no podía cogerme, porque estaba muy gorda y me movía muy
despacio y que necesitaban a alguien que trabajara más rápido”… “Ahí, de verdad, me mataron, ya no he vuelto
a salir”.
¿Y cómo duerme?- le pregunto, y me dice que se acuesta a la
una o dos de la madrugada, que se queda en el sofá viendo la televisión hasta
el hastío porque “no me entra sueño”,
y que luego se queda dando vueltas en la cama pensando en sus problemas, que se
quiere morir, que no ha hecho nada aún porque tiene que cuidar de una pareja de
ancianos que a ella le ayudaron mucho cuando vivían en Ciudad Real “cuando lo del bar salió mal y me arruiné”,
y que ahora ha pasado el tiempo y ellos están mayores y necesitados, y que ella
tiene ahora el deber moral de ayudarles, y que lo va a seguir haciendo hasta el
final, pero que le da miedo que le acabe dando un ataque al corazón como a su
madre, y entonces qué va a ser de ellos, quién se va a encargar de ellos.
Le pregunto por su visita al psiquiatra la tarde anterior. “Sólo hacen que darme pastillas, sólo eso, me
atiborran a pastillas”. Repaso mentalmente la información que me viene a la
cabeza: Desvenlafaxina, un inhibidor selectivo de la recaptación de serotonina
y norepinefrina, es el principal metabolito activo de venlafaxina, un fármaco
que lleva más tiempo en el mercado, y que entre otras cosas, es conocido por su
efecto tóxico cardiovascular, ya que al aumentar los niveles de aminas
(noradrenalina y dopamina) también a nivel cardiaco, aumenta, de manera
dosis-dependiente la tensión arterial, y por tanto, el riesgo cardiovascular.
Sobre los beneficios potenciales que le puede proporcionar a Violeta tengo mis
dudas (de acuerdo con una amplia y extensa bibliografía que he leído al
respecto) y además las primeras semanas de tratamiento provoca una
sintomatología ansiosa que muchos no toleran. Venlafaxina, junto con paroxetina
son los antidepresivos de segunda generación que inducen los síndromes de abstinencia
más graves (debido a su corta vida plasmática), lo que hace que muchos
desarrollen un temor atronador a dejarlos. Un último dato que me viene a la
cabeza en ese momento: recuerdo que venlafaxina era el antidepresivo de segunda
generación con más abandonos de tratamiento por intolerancia, en los ensayos
clínicos. A todo esto el nuevo fármaco cuesta 23 euros al mes, que lo financia
el Sistema Nacional de Salud. Nunca antes Violeta había tomado antidepresivos.
No lo entiendo, porque venlafaxina no es un antidepresivo de primera elección
según las guías clínicas, entre otras cosas por los inconvenientes que acabo de
exponer. Más bien se suele reservar para estados depresivos refractarios, como
última opción.
Violeta me mira, le pregunto si alguien le está midiendo la
tensión arterial de vez en cuando, y me dice que no, que hace años que no se la
toma, “qué más da, yo sólo quiero comer y
que me den un bono para entrar a la piscina municipal”. Recuerdo otra
frase: “seguro que aquí sí que me vais a
ayudar”. Y lo cierto es que no estoy seguro de eso. No cabe duda que lo
vamos a intentar, llamaré a la trabajadora social y me coordinaré con ella a
ver si podemos conseguirle el bono para la piscina, también hablaré con la
farmacia de su barrio a ver si le toman la tensión sin cobrarle y así podremos
saber si el antidepresivo se la está aumentando, también trataré de coordinarme
con una despensa de alimentos, y con alguna asociación que sé que está
trabajando haciendo recanalizar los alimentos que los supermercados tiran a la
basura por defectos, o porque van a caducar pronto (en el Estado Español se
tiran cada año 7,7 millones de toneladas de comida en buen estado según leí
hace poco) y los rescatan para los que no tienen qué comer. Hay lógicas que son
contundentes. Y otras no. Rescatar alimentos en buen estado de la basura para
dárselos a los que no pueden comprarla es contundente. Darle un antidepresivo y
encima con este perfil farmacológico a Violeta no lo es.
Me pregunto si no hubiera sido más terapéutico que la voz al
otro lado del teléfono rojo hubiera sonado cálida y humana, emanando dignidad y
le hubiera dejado de dar un cheque de 23 euros al mes al fabricante del
antidepresivo para dárselo a Violeta para que pudiera así pagar su bono en la
piscina municipal y aún le habrían sobrado 13 euros para comprar pescado para
tres días. Tampoco hubiera estado mal que le hubiera dado el trabajo, aunque
fuera lenta, pero Michale Ende estaba en lo cierto cuando escribió Momo, los
hombres grises han robado el tiempo, y con él han dejado un color cenizo en el
rostro de sus reos que ya no se paran a hablar, ni a hacer bien su trabajo,
como Beppo el Barrendero, que barría cada baldosa con amor, sin contar el
tiempo ni cuantas baldosas barría. No nos tomamos el tiempo para hablar, ni
para pensar, ni para hacer las cosas con amor, tan sólo para recetar y
dispensar pastillas, cuantas más mejor, y en el menor tiempo posible.
Paco Martínez Granados
Estimado Paco: Cuánta razón tienes y qué necesario tu trabajo. ¡Gracias! Abrazos, D.
ResponderEliminarGrande!
ResponderEliminarMuy buen trabajo trabajo.
ResponderEliminarsoy una mujer de 61 años en tratamiento desde
hace 2 mesescon citalopram para la depresión y
trankimazin 0.25 para la ansiedad. En la segunda
visita al comentarle al medico que no iba bien
y estaba muy ansiosa me cambia a Venlafaxina de 50 mg y Sedotime de 15. Que sepa no tengo nada de corazón ni la tensión alta pero después de leer lo de la ansiedad que produce la venlafaxina me da miedo cambiar.